Es sabido que el Decreto Ley es un mecanismo legislativo previsto en la Constitución para situaciones de extraordinaria y urgente necesidad. El Consejo de Ministros puede aprobarlos sin necesidad de pasar por el trámite, en ocasiones complejo y de resultado incierto, de la tramitación parlamentaria. Todos los gobiernos españoles, desde Adolfo Suárez hasta Mariano Rajoy, usaron con mayor o menor facundia el Decreto-ley para el desarrollo de sus políticas.

Es por tanto, con perspectiva histórica, bastante injusto -como se ha oído esta semana desde el partido llamado a gobernar a partir de las elecciones de abril- considerar propio de una república bananera su uso, máxime si tenemos en cuenta que el gabinete de Rajoy aprobó veintisiete decretos-ley durante los primeros nueve meses de gobierno, los cuales fueron convalidados en el Congreso, para fortuna de los españoles -que vieron como gracias a ellos el riesgo de la intervención desaparecía y la crisis se domaba- pero sin que se alzase ninguna voz contra el empleo de esa técnica legislativa. Y es injusto, y un tanto arriesgado además, teniendo en cuenta que si, como espero y deseo, el resultado de las urnas dictamina que Pablo Casado sea el próximo presidente del gobierno, éste habrá de usar en más de una ocasión el Decreto-ley para evitar con urgencia que las dañinas medidas acordadas por el sanchismo en estos aciagos nueve meses dinamiten, como parece inevitable de ser aplicadas, la estabilidad, la recuperación económica y el rigor heredado de los gobiernos populares.

Lo que sí es bananero es el contenido de alguno de esos decretos, tan inconstitucionales como carentes de cualquier sentido económico. Y resulta sonrojante para cualquier espíritu mínimamente democrático, comprometido con la separación de poderes -que, no lo olvidemos, el socialismo patrio ya pretendió apuntillar en otras ocasiones- y el respeto a las instituciones el uso del Decreto-ley con exclusiva finalidad propagandística y con la única intención de convertir el Boletín Oficial del Estado en los carteles electorales del PSOE, en una maniobra cercana al ilícito electoral con empleo de recursos públicos sin sujeción a control de ninguna clase. Sánchez es un enfermo del poder y en su obsesión por mantenerlo carece de límites éticos. Echarlo de la Moncloa y neutralizar la eventualidad de un gobierno con podemitas e independentistas se ha convertido en una emergencia nacional; se me antoja esencial tener bien claro que si votamos con el solo objetivo de castigar al partido que nos pueda haber desencantado, el objetivo no se podrá conseguir.

PD.- El uso del Decreto-ley, llegado el caso, puede ser benéfico: el gobierno andaluz debería animarse a usarlo para, en lugar de anunciarlo, suprimir de verdad el Impuesto de Sucesiones y Donaciones.

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