Corría el año 2019 cuando el periodista de la cadena Deutsche Welle News, Tim Sebastian, le pregunta, de forma premonitoria, al entonces ministro de Asuntos Exteriores Josep Borrell: "¿Ahora me va a colocar en zona de conflicto?". Antes, durante la entrevista, al ministro se le había cambiado en varias ocasiones la expresión del rostro, mostrando con un gesto demasiado duro, que el cámara aprovechó para regodearse en él, el estado de exasperación en el que se encontraba y que iba in crescendo según el entrevistador introducía nuevas cuestiones, el procés, Gibraltar, etc... En un momento dado, abandonó el estudio para regresar minutos más tarde por recomendación, sin duda desacertada, de sus consejeros. Si te vas, no cometas la indignidad de volver. Fue aquella una lección perfecta para los alumnos de la Escuela Diplomática de lo que no se debe hacer. Insultó a su interlocutor llamándole "ignorante", acusándolo de "estar mintiendo continuamente", lo instigó a plantearle preguntas "menos sesgadas", a lo que el periodista replicó: "No estoy aquí para hacerle las preguntas que usted quiere, ministro". Una retahíla de desafortunadas intervenciones en las que iba perdiendo la razón, por mucha que tuviera, y la empatía de un público más centrado en la crispación del ministro que en sus argumentos, frente a un periodista que lo observaba impasible. Nueve meses más tarde es nombrado Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Hoy, tan sólo tres años después de aquella noche en el estudio de la televisión alemana declara, en relación a las 5.000 tropas de despliegue rápido de la UE, que "hay que pasar de las palabras a la acción y hay que aplicar lo que nos hemos propuesto hacer", una sentencia desafiante acompañada de aquel mismo gesto agrio que, ahora entiendo, quizás hubiese conseguido relajar entonces interponiendo entre el periodista y él 5.000 tropas.

Para definir el fracaso hay que partir de la voluntad inicial y expresa de que algo salga bien. El resultado adverso al deseo es lo que determina el concepto de fracaso. Por lo tanto, que la guerra siga siendo un hecho transcurrido un mes, que ni se intuya por ningún lado la intención de que termine, sino que, incluso, desde la UE parezca que se azuzan los rescoldos que alimentan la llama, no es el fracaso de la diplomacia o el fracaso de la política, es peor, es ineptitud. O tal vez no, tal vez el fracaso sería que la guerra terminara, porque el deseo real, marcado por los múltiples intereses más allá de la destrucción y de la muerte, es que la guerra continúe.

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