¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

España en fiestas

Sólo hay que salirse de las carreteras principales y rastrear las inconfundibles señales de la España en fiestas

La única vez que pasamos por Pamplona durante los Sanfermines atravesamos la ciudad en una bicicleta chirriante, camino de la tumba del apóstol Santiago. Ni el presupuesto, ni las ganas de horizontes, ni ese extraño magnetismo que ejerce Compostela sobre los peregrinos, nos permitieron quedarnos en una capital navarra tomada por mozos borrachos que dormitaban en los parques sobrevolados por nubes de moscas alcoholizadas. Entonces, los Sanfermines ya poco o nada tenían que ver con aquel mundo que fascinó a Hemingway en los años veinte, aunque seguían atrayendo a aprendices de aventureros de medio planeta que habían leído Fiesta y buscaban esa catarsis de vino y riesgo que sirvió al escritor norteamericano para burlar a la depresión y la muerte durante toda su vida, hasta que un día no pudo más y se pegó un tiro en su casa de Ketchum, en 1962.

Hace ya tiempo que la masificación, la mercantilización y la pérdida del sentido de lo sagrado en las sociedades actuales han convertido a nuestras grandes fiestas en meros espectáculos televisivos, en simples jolgorios rutinarios que poco o nada tienen que ver con los viejos ritos que nos anclaban al mundo y a los semejantes. Sin embargo, pese a todo, lejos de los grandes folclores con certificados turísticos, España sigue siendo un país donde aún se puede vivir la fiesta en su doble versión sagrada y orgiástica. Especialmente en estos meses del verano. Sólo hay que salirse de las carreteras principales, obviar memeces masivas como el descenso del Sella o el festival medieval de Alburquerque, y rastrear en aldeas, villas, pueblos, ciudades y barrios las inconfundibles señales de la España en fiestas: el olor a la pólvora, las voces de la ebriedad, las cucañas, el polvo levantado por el ganado, las carreras de la chiquillería entre gigantes y cabezudos, la hierba en las espaldas y el pelo de la juventud, las melodías románticas de las orquestas, el galope del toro, los turroneros, el bamboleo de San Roque... Una pequeña plaza de pedanía adornada con banderines de colores y un quiosco para emborracharse como un cosaco puede ser el escenario perfecto para la felicidad. También para el crimen y la desdicha, pero hoy nos sentimos bien y hemos preferimos pintar un cuadro bucólico.

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