Paso de cebra

José Carlos Rosales

josecarlosescribano@hotmail.com

Hambre y aliño

Digo teatro puro porque no había foso para la orquesta, ni gigantescos efectos visuales, ni artificios...

En la Corrala de Santiago ha vuelto a producirse el milagro de poder asistir en Granada, en pleno verano, a una inolvidable sesión de teatro puro. Me refiero a Hambre, la pieza teatral que Diego García-Intriago (actor, autor y director) nos ha traído con el sugerente acompañamiento musical del violoncelo de Mauricio Gómez Yamamoto. Y digo teatro puro porque allí no había foso para la orquesta, ni gigantescos efectos visuales, ni artificios mecánicos o atrezo costoso, ni vestuario rimbombante y excéntrico. Sólo estaba el gesto, la voz y el movimiento corporal continuo de David García. Y la elegante pero incisiva atmósfera musical del refinado Mauricio Yamamoto. También había un texto, claro está, una inteligente selección de fragmentos del Quijote, más o menos intervenidos o maquillados, párrafos reunidos alrededor de un tema tan moderno como clásico: el tema del hambre, hambre en pequeñas porciones aliñadas con referencias a otros artistas (Marcel Marceau o Juan Tamarit) o poetas (Antonio Machado). Ya lo he dicho, un milagro, un verdadero milagro, no sólo porque estamos en verano sino también (¿y sobre todo?) porque estamos en Granada, esa ciudad tan rara que nunca quiso tomar conciencia de sus hambres, sus viejas carencias, unos trozos de pan, un pedazo de amor, una ración de conocimiento. De alguna manera el teatro siempre ha consistido en eso, en subir al escenario las carencias o sueños que atormentan a una sociedad más o menos organizada, más o menos interesada en saber de dónde viene o hacia dónde va.

No es la primera vez que algo así ocurre en la Corrala de Santiago; ya nos sorprendió allí gratamente, en 2013, el espectáculo Juana, la reina que no quiso reinar, una pieza de Jesús Carazo interpretada con maestría por Gema Matarranz y Enrique Torres (de Histrión Teatro), un texto que nos traía las palabras secretas de Juana la Loca. Aquel espectáculo y éste parece que se dan la mano: ambos remueven las raíces de una comunidad que ignora lo que es o lo que podría llegar a ser. Una comunidad que ahora, de la mano de David García, se percibe hambrienta, con demasiados asuntos sin digerir o muy mal digeridos, siempre confundida entre molinos y gigantes, gigantes y molinos, una comunidad que sigue sin conseguir que sus molinos muelan y que sus gigantes puedan seguir siéndolo sin ser ridiculizados, perseguidos o postergados. Lo dicho: un milagro. Francamente recomendable.

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