No es nada recomendable ser ilustre en Granada. A los ilustres de Granada los maltrata la vida, se les zahiere en la muerte y los devora el olvido. El Gran Capitán murió aislado políticamente, acusado por un desconfiado rey, Fernando el Católico, de algo tan actual como corrupción y malversación de fondos. Gonzalo Fernández de Córdoba respondió a la reclamación que el rey le hizo de las cuentas: "Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados; por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados; por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados; y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del Rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados". De esta irónica respuesta nos quedó la expresión "las cuentas del Gran Capitán". Lo cierto es que murió en su casa, de la que pocos hoy conocen el paradero, oculta por los cristales de un mamotreto, parece que hijo real de la corrupción y la malversación de fondos, erigido donde iba a ir un parque que dejase a Sierra Nevada lucir sus cumbres blancas para poder admirarlas desde la Gran Vía.

De nuestra Mariana ya sabemos el modo sádico que eligió la ciudad para darle muerte. Su casa cerrada durante siglos es un hotel, y a los pocos granadinos que cada año se han manifestado bajo su escultura para que se la honrase y se la homenajease con un día de fiesta, han sido vistos con el recelo con el que no queremos mirar al desconocido de ademanes sospechosos que se cruza por una calle.

De ella escribió Federico García Lorca, otro ilustre cuya muerte no interesa tanto como los detalles de la ejecución. De su casa no hablaré, para no pecar de reiterativa, pero, aunque este "veroño" no augure un invierno, Winter is coming y el frío vendrá y volverá el crujir de muebles, el llanto de maderas... Y en lugar de colocar una buena climatización, pensarán en cómo desmantelarla para que callemos los que temblamos dentro del museo, no tanto por el dolor de huesos como por ver el efecto de la temperatura en el patrimonio.

En las tapicerías de la casa de otro ilustre hijo adoptivo, Manuel de Falla, pareciera que se hubiese librado una guerra atroz de felinos; el molino de Ángel Ganivet abrió sus puertas ilusionante, cerró sus puertas desilusionado…

Muchos son los ilustres y tienen, eso sí, su memorial en la Avenida de la Constitución. Mi sobrino Alejandro, después de recorrerlo, al llegar a la cabeza gigante del Gran Capitán lloraba desconsolado: "¡Tita me quiero ir de aquí!". Cuidado a los que pretendéis la posteridad, porque podéis terminar oxidados y cubiertos de orín en un bulevar convertido en el paseo de los horrores.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios