De pocos años a hoy -quizá algo más de un lustro- y especialmente en nuestro montaraz país, se puede apreciar un inusitado interés por modificar la realidad inmediata con más prisa que urgencia. Y no sólo las costumbres, los modos de nuestros comportamientos, que suelen obedecer a repeticiones de usos fundadas en larga y contrastada experiencia compartida y que llegan, con el paso del tiempo, a conformar nuestro propio carácter y manera de ser, sino que, incluso, se esfuerzan en modificar por decreto -como verdaderos dictadores- el mismísimo lenguaje o uso cotidiano de la lengua que, pese a licencias populares, que siempre las ha habido y algunas de las cuales terminan por lexicalizar y formar parte de la lengua -ese conjunto de normas compartidas y comunes- tratan de variar a su torpe antojo, conveniencia y dañina voluntad que se lleva a cabo, generalmente, por personajes poco ilustrados por lo común y a veces adornados por algún o algunos títulos de estricto carácter político, que suelen ser tan efímeros e insustanciales como la levedad de sus bagajes intelectuales de los que, no obstante, hacen alarde.

Vivimos un tiempo en el que, retorcido el sistema democrático en las fraguas del compadreo y hasta de la indignidad -en algunos casos- por un extraño y novedoso principio de la praxis política que llega a elevar a personajes, verdaderamente inútiles en la vida civil por vacuos e iletrados -como muchos de ellos mismos, ampliamente, han demostrado con largueza- a la que antes era dignidad de ministerio y encargo de gobierno de nuestra cada vez más extraña y atribulada nación. Elevación política que, en muchos casos, es proporcional al grado de ausencia de cultura, mérito y conocimiento.

Hablo, claro es, de esa necedad denominada 'lenguaje inclusivo', que ha llevado a algunas instituciones públicas a elaborar e instaurar obligatoriamente el uso de verdaderas gerundiadas campacianas, salidas del apelmazado magín de algunos que se creen ante el espejo verdaderos próceres del idioma, sien do sólo tristes chupatintas o a lo más mellados cortaplumas.

Parece que aún no se han enterado estos Siete sabios de Grecia de que la Lengua Española, esa que nacía literariamente entre jarchas y zéjeles, entre el romance aljamiado y la poesía árabe andalusí, saltando luego por los campos de Castilla a los otros romances, heroicos, de frontera y hasta amorosos populares, conformándose según el uso y la voluntad del pueblo soberano, ese mismo al que hoy día se empeñan en amaestrar, como se hace y se ha hecho en todas las escuelas de los países totalitarios, dominados por la soberbia de los tontos, imponiendo esa catetada y estupidez que han dado en llamar, pomposa y ridículamente lenguaje inclusivo. ¿O no?

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