La tribuna

Jaime Martinez Montero

¡Malditas matemáticas!

MALDITO sol!" dicen que exclamó el conde de Romanones cuando le comunicaron que el rey Alfonso XIII tenía hasta el anochecer para abandonar Madrid y España. ¡Malditas matemáticas!, podríamos decir a la vista de los fracasos que cosecha, de los disgustos que proporciona, de las antipatías y fobias que suscita. Pero ¿son las matemáticas, como antes el sol, las culpables de la situación? Parece que no pierden oportunidad de mostrarnos su inaccesibilidad. Los resultados de las últimas pruebas de diagnóstico en Primaria han demostrado que la materia con peores resultados de todas es, cómo no, la matemática. Vamos a Primaria y al mundo del cálculo elemental.

Cuando un alumno tiene serias dificultades con el aprendizaje del cálculo se le suele decir -o se suele comentar- que es que no vale, o que no tiene nivel, o que no sirve para las matemáticas. ¿Sería pensable una situación así en la medicina? ¿Qué cara pondríamos cuando oyéramos al médico decirnos, viendo que no nos cura, que es que no tenemos salud suficiente, que no estamos a la altura que exige el tratamiento o que no valemos para estar sanos? No, no sería pensable ni tolerable. Pero no sólo en medicina, en cualquier otro ámbito de la vida. Y sin embargo tales argumentos funcionan con toda eficacia, circulan con toda tranquilidad y son asumidos y aceptados por aquellos a los que se los aplican, siempre y cuando se trate de aprender matemáticas.

¿Por qué? ¿De dónde se ha sacado que alguien no vale para las matemáticas? ¿Se ha descubierto acaso el gen matemático, que es poseído por unos, pero no por otros? ¿Existe en alguna parte la descripción de los rasgos intelectuales que imposibilitan a un ser humano ser mínimamente competente en esta materia? ¿Quién estableció la raya o el listón por debajo del cual los sujetos no valen? Y el que lo estableció, si tal caso hubiera llegado a darse, ¿sobre qué evidencias lo hizo?, ¿cuántas experiencias acumuló antes de tomar esa decisión? Sin embargo, cuando un niño o una niña obtiene malas notas en el área, la familia acepta con resignación y entereza el diagnóstico: es que su hijo no tiene dotes, no sirve. ¡Qué le vamos a hacer!

Del cálculo mecánico, repetitivo, memorístico, decía Leibniz: "No es digno de hombre notable perder su tiempo en un trabajo de esclavos, el cálculo, que podría confiarse a cualquiera con ayuda de una máquina'.' ¿Una máquina? Nada más alejado de la escuela. El ábaco ha sido el primer instrumento de cálculo que ha manejado la humanidad. Tiene más de 3.000 años. Ha permitido que personas que jamás han recibido instrucción escolar puedan cumplir correctamente con las exigencias numéricas que les planteaba la vida. Pese a que su presencia en la escuela no es extraña, apenas si ha jugado algún papel en el aprendizaje de la numeración. Hace 400 años que Neper inventó las tablillas que permitían ahorrar los cálculos de la multiplicación, 390 que Oughtred aportó la primera regla de cálculo y 200 años desde que las máquinas de calcular se empezaron a producir de manera masiva.

Hace más de 60 años que se creó el primer ordenador digital, y más de 40 años que las calculadoras, gracias a la tecnología de los circuitos integrados y de los microprocesadores, se han vulgarizado y se han convertido en un objeto de uso corriente. Están en todas partes. Cada casa tiene tres o cuatro, además de las de los teléfonos móviles y ordenadores. Sólo hay un sitio donde apenas aparecen, donde apenas si cumplen alguna función: la escuela. Se sigue enseñando a sumar, restar, multiplicar y dividir como si nada se hubiera inventado, como si continuáramos en el siglo XVII, recién iniciada la era de los algoristas.

Se sigue pensando que la matemática es una materia hecha para listos. Se sigue empleando como una útil vara de medir inteligencias. Y sigue enseñando su cara más desabrida a los sujetos de menor capacidad, a los más lentos, a los menos dotados. Así no se puede seguir, porque estamos ante un nuevo reto, ante un nuevo horizonte. La enseñanza de la matemática está urgida de renovación, de cambio de paradigma, de seguir un camino distinto. No puede ser que algo que en sí no es especialmente difícil se oscurezca y se dificulte su progresión por el sistema de enseñanza que se siga.

Hay que dejarse de rodeos y establecer de una vez y con exactitud cuáles son las carencias en la formación matemática que tiene nuestros alumnos, y cuáles son las razones que hay detrás de las actitudes negativas hacia este campo de conocimiento. Constatado lo anterior, y a la vista de la evidente falta de rendimiento, de la que por otra parte se tiene bastante conciencia, habrá que intentar cambiar las cosas, trabajar de otra manera, introducir otros procedimientos. Si es imposible sustituir esa área de conocimiento y no podemos cambiar ni a los niños ni a los docentes, no queda otra que modificar el método con el que trabajan unos y otros.

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