Si en el podio de los amores de una vida no falta alguien, ésa es la madre, salvo desgraciadas excepciones. Hace poco alguien me dijo que la preciosa canción La quiero a morir, de Francis Cabrel, estaba dedicada a su madre, y no a un amor romántico idolatrado, perdido u odiado, como es habitual, a veces hasta el aburrimiento, en la música folclórica y popular. Me conmovió darle la voltereta a ese tema clásico del músico francés, aunque no está claro para qué amor de mujer fue escrita; se habla de la madre naturaleza, de una amante como se suele, hasta de la Virgen María como madre de todos, o de paraísos perdidos. Me quedo con la versión que dice que el amor máximo se lo cantó Cabrel a la que lo hizo criatura de su propio cuerpo, la del amor ternísimo pero guardián por su eterno niño o niña, la que gobernó el tiempo de sus ilusiones, y pautó a lo largo de los años la disposición de sus recuerdos -incluso nacidos de situaciones o hechos que el hijo nunca vivió- en la despensa del cariño a la que acudimos a sacar una conserva en tiempos de zozobra o melancolía. La madre a la que algunas veces creíste mentir con éxito, muy en vano. Ayer sonó de pronto en la radio del coche una de Alan Parsons, y, sintonizado uno en esa onda filial, la adjudiqué a "la madre": "Soy un ojo en el cielo que te está mirando, puedo leer lo que piensas". Reconforta pensar eso, que te ve aún.

Y a unas malas, las malas peores, las del horror o la misma muerte, también la madre. "¡Mamá! ¡Mamá!", se oye gritar a Tyrone Nichols -padre de 29 años él mismo- en la grabación de la brutal paliza que en Memphis cinco policías le infligieron hasta dejarlo muerto sin remedio: agonizó tres días. Se turnaron con sadismo de alimaña los agentes, que eran de su propia raza, no del Ku Klux Klan. Ellos también habrán sido retoños cuidados por sus madres y padres. En qué momento envilecieron esos canallas, quién lo sabe. En qué bifurcación tomaron el sendero del nihilismo y la crueldad, y abandonaron en una cuneta todo el amor que, cabe pensar, ellos también recibieron. Mamá, mamá, gemía buscando auxilio. Si algo realmente conmovedor tiene la religión católica, incluidas sus manifestaciones más folclóricas y hasta ostentosas, es la devoción por la madre, la gran madre que nunca te abandona. Esa protección pedía el joven estadounidense que había cometido una infracción de tráfico antes de ser masacrado a golpes y por turnos. Aunque él lo negaba entre sollozos y gritos de dolor: "¡Yo no he hecho nada! Mamá, mamá...".

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