Está tranquila. Con el rostro sereno expone argumentos. Están por encima de toda lógica. No hay que temer. En su gesto sereno no se entrevé el destino que le aguarda. Dicen las crónicas. Caminó altiva. Sentada ya en cadalso, no quiso que le cubriesen el rostro. Recuerdo el gesto que le pintó Juan Antonio Vera Calvo en 1862: gesticulaba con la seguridad de quien no tiene miedo. He dado tres vueltas a la escultura de piedra que se erige en el centro de la plaza. La he mirado del derecho y del revés. He pensado al pasar por Bibataubin que el mundo es otro. Un guardia civil uniformado conversa y ríe amistosamente con un motero de cuyo chaleco de piel negra y brillante penden pesadas chapas, cuelgan cadenas de la cadera, asoman tatuajes bajo la manga y una barba blanca reta la tela que cubre el rostro y asoma potente bajo la mascarilla.

Hoy todo es distinto. Vuelvo a la estatua. La miro. No hay duda, pienso. Se sabe que no la consideraron peligrosa, era una mujer, las mujeres entonces no eran ni peligrosas ni no peligrosas, simplemente no eran. Aunque sí parece que la consideraron ideal para que delatara a los suyos. Eso de que las mujeres no sabemos guardar un secreto, tal vez. La única protagonista implicada en uno de los pronunciamientos liberales de los últimos años del reinado de Fernando VII. Se sabe que Pedrosa, jefe de la policía de Granada, estuvo habilitado para indultarla incluso después del juicio, fuese el que fuese su resultado. Pero no lo hizo. Le pudo la soberbia. La fidelidad a los suyos, su sentido de la justicia, la fortaleza que da el saber que la razón está de tu parte, demostrar ante los erigidos en jueces que no les tenía miedo, que no serían capaces de inocular el miedo, de convertirla en un ser servil. Ella prefirió morir a otorgarles otro poder que no fuese el de ejecutar impunemente. No delató a sus compañeros. Caminó segura hacia la muerte, quizás esperando que en el último momento alguien la tomara del brazo y la hiciera desaparecer. No tener miedo era condena segura.

Doy vueltas alrededor de la estatua de Mariana Pineda. Espero una llamada, mientras pienso en cómo han cambiado los tiempos. Suena el teléfono. Me hablan del otro lado. Alzo la mirada. Vuelvo a observar su rostro, a pensar en su valentía, y compruebo que hay cosas que no son tan distintas. Recapacito de nuevo sobre el cuadro de Vera Calvo, sobre aquellos sacerdotes que susurran a su espalda, al tiempo que ella expone y explica, en los leguleyos que observan su seguridad, al taimado que sabe que la condena es un hecho, ese personaje que se esconde entre los curas y las fuerzas del orden y mira de soslayo y él no sabe nada, pero es el que se posiciona entre todos y aconseja y dice saber lo que otros no saben. Me doy cuenta hoy de la ironía que esconde el cuadro que la representa a ella potente y débiles y temerosos a los que ostentan el poder de condenar o absolver. El temor frente a quien no teme.

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