Hace dos siglos, un joven sacerdote francés abría la puerta de la primera comunidad marista en una sencilla y austera casa de La Valla. Su vida de párroco rural le hacía convivir a diario con el analfabetismo y la ausencia de los más elementales valores morales de muchos niños y jóvenes. Y quiso remediarlo en la medida en que le fuera posible hacerlo. Aquel dos de enero de 1817 sólo eran tres. El fundador, Marcelino Champagnat, Jean Marie Granjon, un joven de veintitrés años que había servido como granadero en el ejército de Napoleón y Jean Baptiste Audras, un chiquillo de apenas quince años. Y a ambos hubo de ayudarles con la lectura el padre Champagnat antes de abrir su primera escuela en Mahrles. A su muerte, veintidós años después, se extendían por Francia 48 colegios atendidos por 280 hermanos en los que se educaban más de siete mil alumnos. Inculcaba a todos los que le rodeaban una idea que hoy suscribiríamos sin dudarlo un instante, la de que la educación es para el niño lo que el cultivo para el campo. Por muy bueno que éste sea, si se deja de arar, no produce más que zarzas y malas hierbas.

No es fácil celebrar el bicentenario de una institución en un mundo cambiante y tan inconstante como el actual. Los Maristas han pasado por innumerables vicisitudes, fueron expulsados en 1903 de la propia Francia que les había visto nacer; se les persiguió en el México revolucionario y en la Alemania nazi, así como en China o en distintos países de África y Asia y sufrieron la muerte de cuarenta y siete de ellos durante nuestra guerra civil. Pero aquella idea primigenia y el trabajo de generaciones de Hermanos han sido más fuertes que toda dificultad. En una ocasión alabaron a Marcelino preguntándole cuántas cosas haría si tuviera miles de francos, a lo que contestó que no era eso lo que pedía a Dios, sino Hermanos porque una comunidad es suficientemente rica cuando sus miembros son buenos. Y es que el dinero es necesario pero sólo las personas son imprescindibles.

Dos siglos después, la obra de san Marcelino sigue viva en los cinco continentes y la Familia Marista es una realidad pujante. A quienes pasamos por sus aulas nos quedó grabada en la memoria y el carácter que la misión de los Hermanos Maristas es la de formar buenos cristianos y honrados ciudadanos. Tanto y tan poco, tan fácil y tan difícil, tan sencillo y tan complejo. Todo a la vez, en un puñado de palabras.

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