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Les puedo asegurar que hoy, en esta ocasión, me propongo no hablar, comentar o referir nada que tenga algo que ver con el próximo debate de investidura del que haya de ser presidente del Gobierno de nuestro país, sólo unas breves reflexiones pues a muy pocos cabe ya la duda de que esto resulta cansado, produce inapetencia y no presenta punto seductor alguno.

La política puede llegar a producir sensaciones de frustración en la ciudadanía, sobre todo cuando, hace muy poco, constituidos en cuerpo electoral, el esfuerzo ha quedado poco menos que en tablas, como si de una malhadada partida de ajedrez pudiese tratarse. Porque estamos en tablas, sin duda, unas tablas de las que parece que muy difícilmente podremos salir. Y todo porque el mundo de la política anda muy enconado, sumido en enfrentamientos tan radicales que hacen casi imposible el imprescindible diálogo, el acuerdo y hasta, si me apuran, el pacto en interés público. No queda mucho de aquel espíritu que sí invadió todas las rendijas sociales en el tiempo de “la Transición” y que no era otro que el de la concordia, actitud que, incluso, es hasta denostada por las nuevas hornadas de políticos tan soberbios como inexpertos.

Hace unos días, leyendo el Facebook de un conocido “sanchista” granadino, no me dejaban salir de mi asombro sus razonamientos cuando, de manera extraordinariamente simplista venía a reducir la consecución de cualquier Gobierno –sobre todo del hipotético futuro de Pedro Sánchez– en una cuestión puramente numérica. Mostraba la suma de los escaños obtenidos por ese partido de ideológica indefinición, en las últimas elecciones generales unidos –en muy quebradiza aglomeración– a los de otros partidos que se denominan de la “izquierda” y ciertamente, el resultado final concedía al actual presidente del Gobierno en funciones una mayoría, ajustadilla, pero mayoría bastante para poder ser investido, aún habiendo perdido estas elecciones .

Confieso que casi llegó a aterrarme esa argumentación, sólo matemática, a la que llegaba el pretendido ilustre prócer ex socialista a reducir el valor profundo del sistema democrático pues, sólo el peso de los números son para él, justificación sobrada para el ejercicio del poder por el poder obviando, absolutamente, el infrecuente conjunto de valores humanos, morales, éticos y personales que han de conformar la personalidad de un presidente de Gobierno o de cualquier persona de Estado, como pueden ser, entre otros, la sinceridad, la bondad y la empatía, la paciencia, el perdón y la gratitud, la humildad, la solidaridad y la responsabilidad y finalmente –aún a riesgo de parecer cursi– son inexcusables la verdad, la entrega desinteresada y el amor hacia todos sus compatriotas, en el mantenimiento de la grandeza de esa empresa común que es la patria. Todo lo demás son miserias despreciables. ¿O no?

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