En el año 2017, varios científicos de la Universidad de Columbia, encabezados por el neurobiólogo español Rafael Yuste, empezaron a plantear sus preocupaciones sobre la necesidad de darle una prioridad ética al desarrollo de la tecnología y, en concreto, a la forma en que ésta se relaciona con el cerebro de los seres humanos. Yuste, ideólogo del proyecto BRAIN que busca mapear nuestro cerebro, defiende la creación de una nueva categoría de derechos fundamentales, los neuroderechos, que protejan la indemnidad de los usuarios ante el rápido desarrollo de las neurotecnologías.

No se trata en absoluto de ciencia ficción. No hace mucho, Neurolink, la empresa de Elon Musk, como prueba de sus progresos en el intento de crear interfaces de cerebro a cerebro o de máquina a cerebro, nos mostraba cómo un mono manejaba con la mente videojuegos. Por su parte, Facebook utiliza ya aplicaciones operadas por inteligencia artificial, capaces de descifrar señales neuronales humanas. Tales progresos, que pueden ser muy útiles en determinados campos (por ejemplo, para resolver problemas de discapacidad motora), encierran, al tiempo, potenciales daños si no se utilizan de manera sensata. En un horizonte no muy lejano, las neurotecnologías podrán leer directamente tu cerebro, borrar tus recuerdos, crearlos, saber lo que estás pensando, acceder a tu inconsciente, poner en él, sin que te des cuenta, ideas que no son tuyas, inculcarte amores y odios fabricados.

Frente al futuro que llega, y con una anticipación que no supimos tener en el caso de las consecuencias negativas del mal uso de las redes sociales, la consagración de neuroderechos en las leyes intenta dotarnos de un arsenal protector suficiente. Ha sido Chile el primer país en impulsar una reforma constitucional en esa línea, aún en curso, que proyecta plasmar cinco categorías de neuroderechos: derecho a la privacidad mental, a la integridad psíquica, a la capacidad de decisión, a la igualdad frente a las tecnologías de neuroaumentación y a la protección contra los sesgos de los algoritmos. En la UE o Estados Unidos también se comienza a trabajar con idéntico objetivo.

Nos encontramos en una encrucijada tan crucial como urgente: o diseñamos un modelo seguro de interacción entre hombres y máquinas o, sin él, saltará por los aires la última frontera. Ésa, hasta hoy inasequible, que nos hace formidablemente únicos, libres, dueños, al cabo, de nosotros mismos.

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