Rastro y rastreadores

El rastro que está dejando la falta de rastreadores es el mejor exponente de la política de campanario

Después de seis meses de pandemia tendríamos que haber aprendido que ante la actual situación deberíamos mostrarnos más humildes. Lejos de tener controlado al coronavirus y sus efectos, la realidad es que es él quien nos domina y que nuestra actitud no pasa de ser una posición defensiva. Nuestra civilización, soberbia y suficiente, capaz de mandar al hombre a la Luna o realizar los trasplantes de los órganos más delicados del cuerpo humano, no podía esperar que un virus pudiera mostrar de forma tan descarnada tanta fragilidad. Pero es exactamente lo que nos está sucediendo. Por eso resulta ridículo ver cómo algunos responsables políticos presentan los resultados de la infección, cuando los datos les son favorables, como un éxito de su política preventiva, para pasar acto seguido a desaparecer de la escena o a enredarse en excusas cuando el viento cambia y el número de contagiados empieza a subir en su territorio.

Ahora resulta infantil y grotesca la actitud de algunos gobiernos regionales que entendieron que la desescalada era una carrera deportiva en la que se premiaba al que llegara antes al final del recorrido, aunque fuera ocultando o sorteando riesgos futuros. Muchos tenemos la sensación de que el estado de alarma concluyó precipitadamente y de que una razonable prolongación hubiera evitado brotes y contagios que al final han representado un daño económico y sanitario mayor del que se quería evitar. Pero entonces solo se veía una mano negra del Gobierno central que caprichosamente y con el exclusivo interés de dañar a determinadas provincias trató de retrasar el pase de una fase a otra. Nadie ahora podría mantener sin ruborizarse aquellas provincianas críticas que tantos discursos políticos ocuparon.

La responsabilidad de los gobiernos regionales no era otra que prevenirnos para una posible segunda ola y la realidad es que comenzamos a saber que no todos los compromisos y acuerdos se están cumpliendo. El rigor y la seriedad política exigiría que los elementos esenciales para combatir los brotes fueran ya un hecho consumado y una realidad en todas las comunidades autónomas, pero la desagradable sorpresa está en que precisamente aquellas que se destacaron por la crítica y la protesta ante el Gobierno central muestran avergonzadas que ni cumplieron ni cumplen con lo prometido. El rastro que está dejando la falta de rastreadores es el mejor exponente de la política de campanario con las que algunos gobiernos pensaban combatir la pandemia.

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