Yo he visto a las ratas envalentonadas. Las he visto encararse, adoptar la más execrable de las posturas humanas, alzadas, puestas en pie, en actitud conminatoria; las he visto amenazar enseñando sus incisivos afilados, bufar como felinos protegiendo a sus crías, como felinos acorralados, las he visto posicionarse coactivas como una Malpolon monspessulanus o, comúnmente, culebra bastarda. Pero también las he visto huir despavoridas ante el menor ruido, ante lo inocuo del agua, las he visto saltar aterradas tan sólo con el eco producido en la noche por un golpe contundente contra los adoquines de la vía, incluso serpentear, reducirse a la mínima expresión para colarse por el agujero más ínfimo, para protegerse entre los huesos carcomidos de los muertos ilustres, bajo las pesadas losas de mármol del suelo de Santa María del Fiore. Porque una noche estuve a punto de ser devorada por una jauría de ratas surgida de la podredumbre que nos oculta el alma de lo bello.

En esta mañana asfixiante, al terminar de leer la crónica política local, no sé por qué me ha venido el recuerdo de aquella madrugada fresca en los canales, cuando las ratas llegaron para disipar el miedo infundado a un posible tropiezo con ladrones y asaltantes, ajena a que el peligro real brotaba del subsuelo. He vuelto a recordar a las ratas huyendo temerosas y compruebo la verdad de los dichos que perduran en el tiempo. Paso las páginas del diario y veo que efectivamente las ratas siguen siendo las primeras en huir del barco, cuando el barco se hunde, y que, caído el árbol, los monos se dispersan. A este último dicho habría que añadir que se dispersan siempre hacia el lado del que puedan sacar tajada más lucrativa, dejando en la estacada a quien los posicionó donde jamás hubieran llegado por mérito propio. Les veo en el noticiario, a concejal y concejala, (muy paritario todo), compungidos, en un intento de justificar lo injustificable, pero me cuesta concentrarme en sus palabras, porque en los rostros prima la cobardía de la rata, la lágrima del cocodrilo y la desfachatez con la que pretenden que comulguemos con ruedas de molino. Miro la crónica política de esta ciudad mía y resuenan, por encima del cacareo, los versos del poema Los cobardes de Miguel Hernández: "En el corazón son liebres,/gallinas en las entrañas,/galgos de rápido vientre,/ que en épocas de paz ladran/ y en épocas de cañones/ desaparecen del mapa./ Valientemente se esconden,/gallardamente se escapan/ del campo de los peligros/estas fugitivas cacas,/que me duelen hace tiempo/en los cojones del alma".

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