Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Revelación de secretos

Día agridulce el 19 de marzo: abre la heladería Los Italianos y me invade la memoria de mi padre

No creo incurrir en el delito de revelación de secretos si aireo en esta columna que mi padre sacaba en religión mejores notas que Lorca. Ambos fueron alumnos en la segunda década de siglo XX del Instituto General y Técnico de 2ª Enseñanza de Granada, hoy Padre Suárez. Mi padre no me puso jamás la mano encima, ni siquiera cuando suspendí en 1953 el examen de ingreso por no saberme el Credo, en el mismo instituto en el que él había obtenido tan buenas calificaciones: pero sí me llamó bacinete. Dio carrera a sus nueve hijos y no se le conoció barragana. Solía, esto sí, acudir al teatro de varietés Martín, acompañando a su alcalde, cuando se acercaban desde provincias a la capital del Reino para resolver problemas de su ayuntamiento. Era muy limpio, siempre oliendo a la loción para después del afeitado de Floïd. Un funcionario incorruptible. Siendo secretario del Ayuntamiento de Málaga, renunció a las mordidas del ‘boom’ urbanístico de los 60’. Recibió amenazas de muerte por ello y, pese a que, según mis hermanos, en Málaga se vivía muy bien, pidió el traslado a Granada. Oí como le decía a mi madre: “¡Carmen, vámonos a Granada que como sigamos aquí termino en la cárcel!”. Terminó jubilado en su casa de Cenes leyendo a Georges Simenon debajo de un olivo y regando las prímulas. Salía a pasear todas las tardes con mi madre para enseñarle las obras de la ciudad. En Málaga, mi madre volvía a casa con un ramillete de biznagas. En Granada, con un ramo de gardenias blancas. No puedo coronar estas notas, redactadas para el día del padre, con el tópico: “¡Papá te quiero, estés donde estés!”, porque él –si hay justicia divina– está indubitablemente en el cielo. Rezaba todos los días el rosario y no dejó nunca de hacer la ‘visitica’ a la Virgen de las Angustias. Aunque los hermanos hemos creído siempre que teníamos un padre severo, inabordable –enemigo, por igual, de acariciar a perros y a niños–, conservo una foto que lo desmiente. Es de 1957, de cuando mi padre de paso para Madrid me visitó en el internado dominicano de Almagro. Aparece en ella dejándose proteger por el quinto de sus hijos, adolescente a la sazón. Puedo asegurar que ninguno de sus nueve hijos padecimos el síndrome del padre ausente, o mal de Telémaco: omnipresente, él, pero no tóxico, para nosotros. Una sola carne, con mi madre.

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