Cambio de sentido

San Vito

Pienso en las fiestas de verdiales, en carnavales, en las deshoras de las bodas, en las 'raves'

Aquel día, Aristóteles no estuvo del todo fino. Debió matizar, más aún sabiendo que aquello nos iba a halagar y, por tanto, lo íbamos a tomar a la tremenda: el ser humano es un ser racional, vale. Pero no sólo, ni a todo trapo, ni siempre. Tenemos la capacidad prodigiosa del logos. Pero también -y no son chicas, ni menos humanas- las de simbolizar, intuir y sentir. Incluso la de no poder evitar que todo ello se haga cuerpo, se nos manifieste en el rictus, la mirada, en el surco vertebral, hasta en los andares. No hablo únicamente de somatizar (que suena a chungo, a problema encarnado) sino de cómo la vida nos pasa por las carnes y cómo éstas son el vehículo. Somos caballos, además de jinetes. Sólo los bustos son sólo cabeza. Conste que hay cuerdos de atar, cuerdos de cuerda. Mas son los menos, se engañan a sí mismos, y dan pena.

El baile de San Vito le entró por el cuerpo a mucha gente entre los siglos XIV y XVII. Rompían a bailar hasta la extenuación, en una danza colectiva, en ocasiones multitudinaria, contagiosa, imparable. Se les salía el alma por la boca. Supe de los fenómenos de tarantismo -y del origen de la tarantela y de ciertas jotas aceleradas- a partir de los documentales del antropólogo Ernesto de Martino. A las gentes les entraba la seguiriya en tiempos difíciles o en zonas sumidas en la más absoluta miseria. Es la danza desesperada. Algunos cuerpos somatizaban -y quizá expiaban- la penuria común en un trance de baile parteado colectivamente.

Cuando el músico Pedro Rojas-Ogáyar me contó que estaba explorando este asunto junto al coreógrafo e intérprete Juan Luis Matilla, con la dirección de escena de Ana Sánchez Acevedo, supe que no iba a perdérmelo. Sobre las tablas, un cuerpo que no puede dejar de bailar, unos músicos que llevan la batuta del ritmo que sacude, eleva al éxtasis, disipa, enloquece, revuelca, apresa, libera, hace autómata y hombre, y cualquiera y nadie, a quien baila y a quienes lo contemplamos desde la butaca atornillada. Pienso en las fiestas de verdiales, en carnavales, en las deshoras de las bodas, en las raves, en las ménades flamencas. En el propio cuerpo, que salta o patalea, en cada vez que nos salimos del pellejo de pena y alegrías. Frente a ello -creo que de distinta masa- la moda de subirse la peña al Tik-Tok imitando con precisión marcial la coreografía de la cantactriz de turno. Mueven los labios como en playback: algo quieren decirnos. "¡Sacadme de mí misma!", me ha parecido escuchar.

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