Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Tapeando, me topo en el barrio con el profesor Enrique Cerdá, creo que nacido en Guadix. Nos acabamos reconociendo, aunque nos habremos visto tres veces. En una de ellas, por alguna azarosa circunstancia, compartimos taxi una señora, él y yo a medianoche, de vuelta de un multitudinario acto de esta casa.
En la noche por fin compasiva de este castigador verano, da gusto conversar –apenas unos minutos, en dos breves entregas– con quien la docencia durante décadas y la dilatada indagación científica te regala en su discurso precisión, pasión y sapiencia; con la pizca de pimienta soberbia que suele adornar a las inteligencias cultivadas. Con todo, sabe escuchar al contertulio de ocasión, y reírse con él.
En aquel trayecto, me dijo algo que no supe poner en pie durante tiempo, y eso me traía mártir, porque desconozco cualquier intríngulis de la Biología o la genética (Cerdá también es doctor Ingeniero Agrónomo). Vino a compelirme a advertir a los periodistas que es trivial aludir en las noticias al ADN y a los genes, y hacerlo para denotar una forma de ser, una personalidad, no digamos las de una entidad deportiva o empresarial: “Está en nuestro ADN la innovación”; “El Real Madrid lleva en sus genes la exigencia de ganar”. Cosas así.
Me describe los metros de genes que tiene una célula, que sus dinámicas son poco descifrables. Que no determinan la forma de ser o actuar, y ni mucho menos “todo”. Utiliza una metáfora: “A un libro de tu biblioteca que no abres y no lees, no lo conoces; pero si le vas doblando la esquina de las páginas a medida que los consultas, pudiera ser que su contenido explote, benéfico, en tu entendimiento y crítica”.
Sugiero que se refiere al cóctel entre lo congénito y lo adquirido, y medio asiente, no sin chasquear la lengua. Me refiere las iniciáticas corrientes estadounidenses y soviéticas de lo suyo, a la postre dadas de la mano. Echa pestes de Freud, que, asegura, contó patrañas cuyas extrapolaciones oníricas pueden reducirse a que “los sueños, sueños son”: nadie ha modelizado los sueños con rigor. Impenintente joven, apuesto y presumido, aprecia en mí una pinta mejorable; y me repite –todo empirista escruta el detalle– que él tuvo barba, y que yo la tengo canosa y desaliñada: “Así, nunca llegarás a tener la edad que aparentas”.
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