Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Un amigo viejo

No está ese amigo viejo y sabio. Y no sabemos lo necesario que llega a ser hasta que ya no está

Me gustaría tener un amigo viejo. Alguien con muchos más años al que recurrir, con más vida que yo a sus espaldas y en su hígado y por lo tanto con más experiencia. Me refiero a un tipo curtido contra el amilanamiento, a un anciano sabio, con unos días para la iracundia y otros para la bonhomía. Creo que mi padre habría sido alguien así. Pero murió demasiado pronto. Yo era un chinorri y él estaba ahí. Yo era un universitario ochentero que podía presumir como un tonto engreído de haber leído algún que otro libro escrito por hombres con apellido extranjero pero él había corrido con diez u once años por las callejas de su barrio bajo la balacera de los pacos y los falangistas. Si fui a la universidad fue porque años después de aquella puta guerra entre vecinos, primos y hasta hermanos él dejó la escuela con las tres reglas -como decían los de su generación- bien aprendidas y entró a trabajar en la panadería de la familia y se hizo un hombre en la boca de los hornos. Salvo unos años en que fue dependiente de una tienda de electrodomésticos, nunca dejó su trabajo de panadero. La vida le alcanzaría a hacer las cuentas de la producción de teleras, barras, bollos y picos en un ordenador. La revolución digital había llegado a la panadería.

Uno probó eso. Aquel resplandor rojo en el que se cocía la masa cruda de harina, levadura y sal era hipnótico. El calor de estos días es una broma comparado con aquello.

¿Hay algo mejor que el olor a pan?

Sólo el de la tinta puede hacerle la competencia.

Y yo me decanté, en vez del horno, por la linotipia. Y el rugido de la rotativa al echar a andar me conquistó.

Lugares cada vez más viejos: un obrador y los talleres de un periódico.

Estos días tendría que tener a un amigo así. A un anciano sabio. Sin sesenta años cumplidos no se puede ser de los más viejos de una estirpe. Pero es así. Tendría que haber cerca otro hombre de ochentaitantos, o de más de noventa, en quien reconocerme, alguien en quien oírme, alguien al que apretarle la mano, alguien a quien besar y alguien a quien devolverle la inestimable ayuda que me ha prestado durante toda la vida y que, de nuevo, me prestaría ahora, en estos días de incertidumbre y de confusión, alguien que con su sola voz, con sus palabras y con su mirada acuosa -de acuerdo- pero seguro que penetrante, me confortaría. Pero no está ese amigo viejo. Nunca lo he tenido. Y no sabemos lo necesario que llega a ser a ser hasta que no está. Y entonces ya es demasiado tarde.

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