
La colmena
Magdalena Trillo
Pájaras
La ciudad y los días
De la sala de las lágrimas al balcón de las lágrimas. Un excelente plano tan indiscreto como revelador mostró a León XIV, segundos antes de impartir la bendición urbi et orbi, tragando saliva y reprimiendo unas lágrimas. Lógico. El primer papa de nombre León, el magno y santo Padre de la Iglesia, dijo: “Señor, oigo tu palabra y tiemblo”. Para los religiosos que de verdad lo son, el ascenso no tiene el mismo significado que en las profesiones del mundo. Cuando Santiago y Juan pidieron privilegios a Jesús, les dijo: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.
El cardenal de Preminger lo visualizó en una secuencia de gran calado religioso. Para templar el ánimo del brillante y ambicioso padre Fermoyle (Tom Tryon), el cardenal Glennon (John Huston) lo manda a una pobre y lejana parroquia poniéndolo a las órdenes del anciano, enfermo, modesto y según el mundo fracasado padre Halley (Burgess Meredith). No debe olvidarse nunca, y menos ahora que tanto se habla mundanamente de conservadurismo o progresismo, que la más radical revolución ya se produjo hace dos mil años. Como escribió Karl Jaspers, la Iglesia, cometa los errores que cometa, siempre podrá regenerarse volviendo a su origen. Y este es Cristo. No hay más.
De esto va el cristianismo. De esto irá el pontificado del poliédrico León XIV, estadounidense de apellidos francés y español y peruano por elección misional, matemático y teólogo, misionero y poderoso miembro de la Curia Romana, colaborador fiel de Francisco que compareció revestido como Benedicto XVI. ¿Cosas opuestas? No para un hijo de San Agustín, cuya regla era: “Anima una et cor unum in Deum”. Roma, después de 30 años de misión en Perú, no fue para él un ascenso, sino un nuevo servicio: “Es una misión muy diferente a la de antes, pero también una nueva oportunidad de vivir una dimensión de mi vida, que simplemente era responder siempre sí cuando se me pedía hacer un servicio”. Y añadiendo: “Sigo considerándome un misionero… Lo importante es no olvidar nunca la dimensión espiritual de nuestra vocación. De lo contrario, corremos el riesgo de convertirnos en mánager y razonar como tales”. Cabe esperar mucho de este agustino.
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