SE puede caminar por la calle ignorando bancos, farolas, barandillas, como se ignora la capital de Tanzania o el bosón de Higgs. Pero, aunque no seamos conscientes, nunca dejaremos de percibir la inquietante y nocturna presencia de los cubos de basura. La mayoría de los viandantes finge verlos tan solo una vez al día, durante esos pocos segundos que dura la expulsión de los desperdicios privados al agujero de lo público. La mayoría cree ser inmune a su torvo carácter de cofre, a su naturaleza encubridora, a la fascinación de su boca entreabierta. De alguna manera, sin embargo, sabemos que están ahí.
Una dosis adecuada de alcohol en las venas pone a prueba la capacidad que tienen muchos ciudadanos de ignorar un cubo de basura. Víctima de la desinhibición etílica, más de un viril exhibicionista y algún que otro iracundo encuentra en los cubos callejeros un repentino atractivo pugilístico. Cómo resistirse a un sparring de plástico, al dócil desplazamiento de sus ruedas, al estruendo rotundo de su caída. Reventar un cubo puede ser considerado, en este sentido, como un sofisticado acto de sublimación: siempre hay quien revienta cabezas. Allí donde antes se escuchaban los gritos selváticos y los golpes en el pecho, se escuchan hoy las patadas basurales y las maldiciones nocturnas. La evolución del hombre.
Víctimas de un arrebato emotivo en absoluto inferior son los homo novatus y homo Erasmus, conocidos por introducir a sus beodos congéneres en cubos que, llenos o vacíos, arrastran calle abajo a altas horas de la madrugada, mientras corean consignas incomprensibles o canciones de moda. A menudo, es posible ver a un encubado saludando con un gesto pontificio a otros noctámbulos desde su trono. Como un héroe que paseara su victoria entre las multitudes. O como un amante orgulloso de haber desvelado al fin el más ilícito de sus deseos. No hay nada de qué avergonzarse: la empatía con la basura ajena es un paso necesario para el reconocimiento de la propia mierda. Dejarse pasear en un contenedor puede ser considerado, en este sentido, como un sofisticado acto de civismo. La evolución de la urbanidad.
Toca decirlo: no hay manía más infructuosa que la de ocultar nuestra basura. Quien inventa un tabú inventa un deseo.
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