Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
La leyenda persa de Sherezade, contenida en Las mil y una noches, es una preciosa metáfora, tan necesaria hoy, del poder de la palabra. Anterior, posiblemente, a la invención de la escritura, habla de la confianza que el ser humano ha tenido siempre, a veces sin motivos, en el poder apaciguador del lenguaje: Airado el sultán porque su mujer lo había engañado, decide yacer cada noche con una chica virgen, a la que ejecutará por la mañana. Sherezade, que se ha ofrecido voluntariamente, contra el sentir de su padre, a casarse con el sádico y rencoroso personaje –que ya había arrebatado la vida a tres mil doncellas– detiene la espada asesina solo con el escudo de sus relatos. Cada noche, mil y una, mantuvo entretenido al sultán hasta la madrugada. Seducido el sádico, no pudo prescindir de las narraciones de la joven que, con solo sus palabras, salvó la vida y acabó con el brutal rito. Así también, en la película recién estrenada de Amenábar. Cervantes, buen cuentista, consigue que el Bajá de Argel enamorado del escritor y de sus relatos, le respete la vida. Un Cervantes gay no es ninguna novedad. En los 80’, cierta sociología de la literatura se empeñó en que para ser un buen escritor había que ser perseguido, malaventurado. La Celestina se escribió porque Fernando de Rojas era judío, Santa Teresa, sus escritos y sus ostentosos éxtasis tendrían que ver con su ascendencia conversa o con el ‘mal sagrado’ (la epilepsia), que también padecería Ignacio de Loyola. San Juan de la Cruz, el “frailecico”, como lo llamaba Santa Teresa, que prefería a varones más poderosos, se habría transmutado léxicamente en sus poemas en ‘Alma’, para su desposorio místico con el Amado, Jesús. Homosexualidad la suya, morfosintáctica, al menos. Para un espectador vulgar, como el que esto escribe, la película tiene poco de genial, como se ha pregonado, incluso, por su director y actores. No osaré calificarla de bodrio, pero sí que es una mediocre película de aventuras, bien documentada, esto sí, pero a la que le viene de perlas el refrán: “Mucho ruido y pocas nueces”, sobre todo si la ves en una buena sala de cine, dotada de una megafonía ensordecedora. Quizá este bloguero de arrabal no ha escrito nada de valor porque no ha sido demasiado desgraciado y sí feliz, fugazmente. Y ya se sabe, al que ama, no le da el tiempo para escribir.
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