Entonces le definía la apariencia. Era todo él un conjunto de características que parecía poseer, pero de las que en realidad carecía. No tenía sonrisa, por mucho que sonriera. Un cuerpo delgado, aunque la delgadez, como todo, no era más que un espejismo. Luego, demostró que llevaba un inmenso otro en su interior, un ser que reventó el espejo un día, de repente, y su cabeza se redujo de un modo desproporcionado en comparación con la protuberancia del vientre. Ya fuera invierno o verano su barriga asomaba sobre el pantalón, bajo la fibra mugrosa por la que había suplantado las camisas limpias que antes acostumbraba a vestir. Caminaba con los brazos arqueados y, cuando paraba la marcha, cruzaba los brazos y los dejaba reposar sobre el vientre, con las piernas separadas, intentando que la postura repartiera el peso de una barriga excesiva. Era pobre, así que se permitía tomar todo lo que le daba la gana. Y desarrolló y perfeccionó la habilidad de apropiarse de aquello que quería, con el arte del filibustero con el que consiguió que le pasaran exámenes y trabajos de la facultad, creaba amistades que si se descuidaban podían perder hasta la mujer, hacía relaciones, conseguía cargos, etc. Se hizo de una biblioteca con la pericia del malabarista que, jugando con la precisión de unos dedos acostumbrados a desaparecer en el momento oportuno y con la risa falsa de la hiena que atrae la atención de la víctima, sacaba el lomo del libro que quería, ya fuese de una librería, ya fuese de una biblioteca, ya fuese de la casa de un amigo, y el ejemplar seleccionado terminaba sin remedio en los estantes de su casa. Fijó en el rostro una mueca y con ella fue ascendiendo puestos, hasta donde la mezquindad local toca techo. Maneja dinero público con la pericia a la que sus manos están acostumbradas y, con la barbilla diminuta erguida y orgullosa sobre el voluminoso cuerpo de aspecto circense, se pasea jactándose de lo lejos que ha llegado en el minúsculo universo en el que, como un tentetieso, se balancea.

Su compañero de aula pasó la primera juventud discreto, con el rostro serio, huraño. Escondiendo inseguridades, avivadas por el amigo al que amaba. Era pobre, así que ni se atrevía a tocar lo que no le pertenecía. Se ocultaba en las bibliotecas públicas, mimando los ejemplares ajenos, leyendo unas páginas de las que luego su opuesto presumía y sobre las que sentaba la cátedra que él, modesto, hubiera sido incapaz. Sacó prudente una carrera. Con el paso de los años su volumen fue disminuyendo, el cuerpo se estilizó y aprendió a sonreír con timidez, a reconocer la mueca en la sonrisa del amigo. Desapareció de la misma manera que había aparecido. Seguro del funcionamiento de las cosas, y por ende, de su incapacidad para aprender extraños malabarismos o posturas serviles. No sería importante. Sólo un profesor de literatura.

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