Hay mañanas en las que cuesta ubicarse. El espacio-tiempo, ese modelo matemático que combina el espacio y el tiempo como dos conceptos relacionados, inseparables, pero individuales en sí, se desarticula, fundiendo sin lógica espacio y tiempo en un único concepto: la incertidumbre. Una terrible falta de certeza que no llega para generar duda, sino algo peor, inquietud. No saber dónde se está, si es de día o de noche, en qué posición se halla el cuerpo o que cita ha dejado de ser para siempre ineludible. Turba la angustia de unos segundos fuera de toda dimensión, exagerados, porque los segundos, esa medida ínfima de tiempo, tienen la potestad de dilatarse y agrandarse y hacer interminable lo finito e inmenso lo diminuto. Pero en un instante conseguimos arrancar legañas y pitañas, refrescar el rostro, reconocernos y hasta constatar la dirección exacta de la rotación del eje de la tierra, somos conscientes de que todo está en orden, hasta el desorden. Volvemos a la locura reconocible de la vida, con su espacio sólido y su tiempo loco. Tranquiliza entonces saber que las tragedias siguen su curso, las alegrías el suyo, la soledad avanza firme, los ascensos son un hecho y los descensos se precipitan veloces por su abismo propio.

Hay mañanas en las que es imposible salir de la extraña dimensión del desconcierto, mañanas en las que de nada sirve el agua fría de la ducha porque la inquietud no cabe por el desagüe. Momentos en los que se funde el espacio de la pesadilla con el de la realidad, pero donde prevalece, por encima de cualquier percepción real, la angustia del ensueño. Escalofriantes situaciones en las que el espacio se diluye y desaparece de repente y un testigo mudo ocupa su lugar e indica que se ha excedido el límite no definido del tiempo. Y como en un delirio perfecto, hay que recomenzar. Repetir en un bucle diabólico los mismos pasos para llegar, cada vez más agotado, al mismo punto en el que con un puf sordo toda prueba superada, todo dato tecleado vuelve a desaparecer, y de nuevo, y otra vez, nos situamos en la casilla de salida. Los ojos duelen en esta nueva dimensión que define el oscuro tiempo y el espacio intangible; el seso se contrae y el cuerpo lamenta con dolores agudos el cansancio, aunque rija la inmovilidad. Una pesadilla perfecta de la que es imposible salir por mucha agua que se arroje al rostro con virulencia. El espejo no ayuda para reconocerse y ubicarse y despertar, porque del otro lado mira impasible un administrativo frustrado, un malogrado ingeniero informático, una marrada informática, incapaz de hacerse con la oficina virtual. Tal vez haya suerte y termine por entender cuándo fue que nos abandonaron para siempre en la incertidumbre, en qué momento nos convirtieron en burócratas. Una pequeña rueda gira incesante en la pantalla indicando que la perplejidad está en curso…

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