Pudiera parecer que en una sociedad ultra informada de todo lo que le desasosiega, el miedo debería convertirse en un sentimiento menos paralizador. La seguridad se presenta ahora como un objetivo alcanzable: vivimos más y mejor; están razonablemente satisfechas nuestras necesidades básicas; hemos sido capaces de encontrar remedio a muchas enfermedades; nos ampara un sistema político que presuntamente impide el capricho de los poderosos.

Y, sin embargo, basta una mirada objetiva, hacía dentro y hacia fuera, para darnos cuenta de que tales logros no han disminuido un ápice el pavor que nos define. Desde luego, no me atrevería a afirmar que sean menos los temores en el hombre de hoy. La depresión, un mal que se generaliza, demuestra hasta qué punto es errónea nuestra estúpida fe en las cosas. No es ya infrecuente, además, que eliminado el miedo a no poseer, surja de inmediato otro a perder lo que se posee, como si no cupiera descanso en esa carrera de necios que nos mantiene igualmente asustados en la pobreza y en la abundancia.

Con incansable talento, nuestra orgullosa civilización ha ido creando temores aún más sutiles. Así, nos espantan el fracaso, la soledad, la ignorancia; pero también, y al tiempo, el éxito, las multitudes, la aparición de nuevas destrezas. Poco a poco se acrecienta, incluso, un paradójico miedo a la felicidad, como si quien lo sufre intuyera que su fugaz venida anticipa siempre la sangrante agonía de su prolongada ausencia.

Probablemente se trata de algo inevitable. No hubo ni habrá sociedades sin miedos. Éstos se insertan en la esencia de la naturaleza humana. Acaso, pues, sólo corresponda a cada época el intento de mitigarlos. Por ello mi asombro: en la presente, que presume de conquistas formidables, se multiplican cuantos nos intranquilizan, adoptan formas horribles, insalubres, letalmente nocivas.

No me resulta fácil determinar la causa. Quizá sea el precio de un desarrollo obligadamente inhumano, embriagado en la gloria despiadada de los grandes números. O -y esto me repugna y convence más- un premeditado y sibilino método de asegurar el orden, de ahogar en la tristeza interior ese grito rebelde que, libre, negaría razones y pulverizaría falacias.

De ahí, amigos, mi ruego: no dejen que el miedo -ningún miedo- les venza. Ni los externos que cultivan con esmero los dueños del mundo, ni los internos que, por la propia insensatez, danzan libremente en nuestro espíritu.

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