La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
Junto con Teruel, Palencia y Soria –y la Costa da Morte gallega–, Extremadura es uno de los secretos mejor guardados de ese extraño país que aún llamamos España. Los que hemos nacido en una isla mediterránea apenas sabíamos nada de Extremadura. Habíamos oído hablar del documental sobre las Hurdes de Buñuel, rodado en los tiempos de la República, pero nadie lo había visto porque estuvo prohibido hasta los primeros años de la Transición. Y también habíamos oído hablar de la columna de Yagüe y la matanza de Badajoz, pero eso lo habíamos leído en los libros de historia y en las revistas de la época como Triunfo. Eso era todo lo que sabíamos, y si nos preguntaban, no éramos capaces de situar Badajoz en un mapa de España (y eso que los que fuimos niños en los años 60 conocíamos nuestro país mucho mejor que los escolares de ahora). El caso es que Extremadura era un misterio insondable: un lugar que imaginábamos aislado y pobre, como las Hurdes, en el que por una extraña maldición telúrica sólo podían pasar cosas malas, o peor aún, donde no podía pasar absolutamente nada que fuera interesante o digno de ser conocido.
Qué equivocados estábamos y qué tontos éramos los que no sabíamos nada de Extremadura. Si me preguntan por algunos de los lugares más hermosos que he visto –y más enigmáticos, y más rodeados de misterio– tendría que situarlos en Extremadura. Hay una carretera intercomarcal que entra en Extremadura por Alanís y Guadalcanal, al norte de la provincia de Sevilla, y no recuerdo haber vivido una sensación de amplitud como la que sentí allí, algo comparable a lo que Borges denominaba el “vértigo horizontal” que sentía en la pampa argentina. Y luego está el puente romano de Alcántara, que cruza el Tajo muy cerca de Portugal y que queda un poco lejos de todas partes. Ese puente tiene una extraña facultad eólica (¿se dice así?): cuando lo cruzas, te hace sentir el impacto de muchos vientos distintos que parecen soplar de todas partes a la vez porque quizá sólo soplan en el interior de uno mismo. Y si alguien quiere vivir una experiencia insólita, le recomendaría irse a Barcarrota –en medio de ninguna parte– y tomarse una tapa en el bar Mirador y asomarse a la calle y dejar pasar el tiempo. No hace falta irse a las antípodas para sentirse en el lugar más raro del mundo.
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