
Envío
Rafael Sánchez Saus
Torre Pacheco y otras miserias
Quién iba a decir que una tarde cualquiera, mientras nos preparábamos para la sagrada hora de del tapeo, el país entero decidiría jugar a las tinieblas. Un apagón, señoras y señores, ¡un apagón de los de película apocalíptica, pero sin los zombis! Imaginen la escena: la tele, en el momento culmen de los matinales televisivos, cuando daban lectura al auto de la juez imputando al hermanísimo Sánchez, va y se apaga de repente. A partir de ahí, todo cambia: qué hacemos, los niños, la gasolina, economía de posguerra… y la nevera, esa vieja compañera, ese templo de viandas y cervezas fresquitas, deja de ronronear y se convierte en una caja inerte. Punto y final. Toca arrebato. Esto es muy grave.
En un primer momento, el granadino medio, ese ser estoico y con recursos, pensó: “Bah, una tormentilla de verano”. Pero cuando la vecina del quinto dejó de gritar improperios al ascensor, cuando el bar de la esquina bajó hasta el diez por ciento a la cerveza antes que se calentara, cuando la frutería cerró porque el peso no sabe funcionar sin luz, cuando empezó a oler a chamusquina (literalmente, porque más de uno encendió velas aromáticas y acabó quemando las cortinas), nos dimos cuenta lo que se avecinaba. No era una pandemia. Pero casi.
En Granada, además, tuvo su toque castizo. Los mayores, con la sabiduría ancestral que da la supervivencia a varias crisis, desempolvaron linternas de pilas y contaron batallitas de cuando “en sus tiempos” los apagones eran la norma. Los jóvenes, huérfanos de TikTok e Instagram, descubrieron un mundo nuevo: el silencio. Algunos incluso se atrevían a hablar entre ellos. Y jugaron a la pelota. Los guiris, pobres almas despistadas, vagaban por las calles a oscuras, preguntándose si era parte de alguna “fiesta local granadina”. Alguno intentó pagar la cena con bitcoins, ante la mirada atónita del camarero que solo entendía de euros y, ahora, ni eso, porque la caja registradora, en modo cierre, había dicho basta. Y no era cuestión de cargársela…
Y luego, los que intentábamos mantener la calma, buscando la manera de cargar el móvil para no perder contacto con el mundo exterior (léase: grupo de WhatsApp de amigos). Hubo quien recurrió a la batería del coche, quien, en acto de desesperación, intentó generar electricidad pedaleando en la estática. Pero, como todo en la vida, el apagón tuvo su lado bueno. Las parejas redescubrieron el romanticismo a la luz de las velas. Las familias desempolvaron juegos de mesa. Y los bares se convirtieron en centros sociales donde las cañas sabían aún mejor a la luz tenue.
Al final volvió la luz. Y el flujo constante de memes sobre el apocalipsis eléctrico. Por unas horas, Granada vivió una aventura inesperada, una desconexión forzosa que, quién sabe, quizás vino bien para recordar que, a veces, un poquito de oscuridad puede iluminar otras cosas. Y que, en caso de duda, siempre quedará el humor para sobrellevar cualquier “apagón” futuro. ¡Olé!
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