Bloguero de arrabal
Pablo Alcázar
Turratenientes
ELEGANTE, especial, cautivadora y profundamente española. Su uso ha quedado restringido a Semana Santa, toros, bodas y acontecimientos importantes pero, en el pasado, la mantilla fue un tocado de encanto irresistible, analizado por intelectuales y escritores como Gautier, Byron o Blanco White y atrapado para nuestra delicia en la obra de artistas de todo el mundo. Llegó a convertirse en arma política cuando las españolas las sacaron a la calle, a la llegada de la dinastía extranjera de Amadeo de Saboya. La emperatriz Eugenia de Montijo, una de sus principales defensoras, la impuso en Europa en contra del sombrero que mandaba la moda de París.
Durante su estancia en Madrid en 1843, Gautier escribió: "La mantilla española es, pues, una realidad; yo había creído que no existía salvo en las novelas de Crevel de Charlemagne. De encaje negro o blanco, en general negro, es el tocado más encantador que imaginarse pueda. Con una mantilla tiene una mujer que ser más fea que las tres virtudes teologales para no resultar bonita; desgraciadamente, ésta es la única prenda que se conserva del traje español; el resto es completamente a la francesa".
Escritores y artistas se rindieron a la coqueta fascinación de la mantilla, que incluso permitía a las mujeres un anonimato con el que moverse más libremente, como dejó escrito un viajero anónimo que recorrió España en 1765: "El vestido con el que todas las mujeres salen a la calle es un corsé a la española, una falda de raso negro, los cabellos encerrados en una red y el rostro oculto en un velo blanco, que llaman mantilla. Bajo ese traje las mujeres tienen mayor libertad y se sirven mucho de ella. Tienen también para salir otro vestido más decente, para las mujeres de calidad, es un traje negro, que forma por la parte de abajo una falda con una cola y por arriba produce el efecto de una falda recogida sobre la cabeza o de un hábito de religiosa, con un velo de gasa negro o de encajes que les cubre el rostro sin ocultarlo".
Los extranjeros se asombraban al ver a las mujeres del XVIII pasearse a diario con mantilla negra o blanca. Este tocado proporcionaba también una homogeneidad buscada. El clérigo Joseph Townsend, en 1787, dejó escrito: "Algunas tienen la suficiente habilidad como para mantener el cortejo en secreto, lo que no resulta difícil en España, donde las señoras van a misa tan tapadas que no se las reconoce con facilidad. Todas usan para esta tarea un vestido característico del país, que incluye la basquiña o refajo de seda negra, y la mantilla, que hace las veces de manto y velo, permitiéndoles ocultar la cara por completo. De esta guisa tienen total libertad para ir donde les apetezca".
Los hombres se valieron astutamente de la mantilla para "colarse" donde no debían. El alemán Christian August Fisher escribió en 1797, en los baños de Cádiz: "Las mujeres se bañan más allá de la Puerta de Tierra, en un lugar específico vigilado por la caballería. Pero no resulta extraño que un pretendiente, con la ayuda de una basquiña y de una mantilla, no burle la vigilancia de la ronda, de manera que lo que debería calmar los deseos, no hace por el contrario que encenderlos todavía más".
La vertiente política de la mantilla es muy interesante. Como reacción a los franceses, las damas de finales del XVIII la utilizaban junto con la cofia. También las sacaron a la calle para protestar contra la llegada de la dinastía extranjera de Amadeo de Saboya al trono español.
La mantilla tiene un origen difuso. En la última década del XVIII se popularizó la mantilla cubierta de encajes. Las primeras se llamaban "mantillas de aletas" y estaban confeccionadas con tejidos gruesos en las zonas frías y ligeros en las zonas cálidas. El paño o la seda distinguían la clase social de sus portadoras. De fuerte raigambre popular, la mantilla fue adoptada por los aristócratas añadiendo calidad a sus tejidos y adornos.
Durante el gobierno de los Borbones, en plena Ilustración, alcanzó una tremenda popularidad y gran esplendor. A mediados del siglo suelen ser de franela y bayeta mientras que, a partir de 1769, entran en la vida social unas posibilidades de tejidos y transparencias inagotables, como la delicada muselina que los ingleses trajeron de la India.
Quienes no podían permitirse la muselina pero les encantaban las transparencias las cogían de estopilla. En sus paseos por Madrid, en 1786 y 1787, Joseph Townsend escribió: "Las damas españolas revelan su buen gusto en su costumbre de llevar mantilla, una especie de mantón de muselina que les cubre la cabeza y los hombros y hace las veces de capucha, capa y velo. No hay extranjera que pueda ponerse esta prenda con la misma naturalidad y elegancia con que la llevan ellas. En la mujer española la mantilla parece no pesar nada. Más ligera que el aire, da la impresión de estar sustituyendo a las alas".
A expensas de su condición social y posibilidades económicas, las mujeres se entregaron a la moda de la mantilla hasta el punto de que el dramaturgo Ramón de la Cruz escribió en "El espejo de la moda": "¿No ves por ahí las mujeres?/Yo dudo si se ha fundado/alguna obra pía donde/les den de balde zapatos/de seda a todas, basquiñas/ ricas, mantillas de esparto/ con encajes y con blondas".
Terciopelo, tul, franela, negro, blanco, rosa, celeste, amarillo con todas sus gamas, tonos pastel bordados en seda, hilos de reflejos metálicos, cenefas, incrustaciones de otros paños, pasamanería, lazos… los años de la Ilustración trajeron inagotables posibilidades para las mantillas.
José María Blanco White describió el uso que se hacía de esta prenda en Sevilla, Madrid y Cádiz en los años previos a la guerra contra los franceses. En sus Cartas de España escribió que aunque se veían de colores, especialmente en Cádiz, las mujeres de Sevilla, ciudad más conservadora, solían llevarla negra. "Aun así, en las tardes de verano podían verse algunas mantillas blancas, pero ninguna señora se atreverá a usarlas de este color por la mañana, ni mucho menos aventurarse a entrar en una iglesia con tan profano atuendo".
Poco a poco, los encajes empezaron a inundar la mantilla. Al principio sólo en los bordes, más tarde entera, fue cuando la mantilla alcanzó su alta carga de sensualidad. Durante el gobierno de Fernando VII, la famosa artista motrileña Lola Montes la incorporó como complemento para bailar, a partir de 1840. Mientras las mujeres inglesas se caracterizaban por sus sombreros, las españolas de todas las clases sociales llevaban cofias y mantillas.
A finales del XVIII, Rousseau hizo una apología de la vuelta a la naturaleza y sus ideales tuvieron eco en muchos intelectuales. Meléndez Valdés, en 1799, escribió Elogio a la Vida Campestre que apostaba por el acercamiento de las clases ilustradas al campo y a lo popular. Los nobles empiezan a vestirse y divertirse como el pueblo. En Francia, la reina María Antonieta se pasea por el Trianon disfrazada de pastora. Y en nuestro país, María Luisa de Parma y su corte de nobles se visten como majas con falda de volantes y mantilla colocada con salero. La duquesa de Alba y el conde Fernán Núñez fueron ejemplo de nobles vestidos a la manera castiza española.
A la llegada del Romanticismo, lo español interesa mucho en Europa. Víctor Hugo y Byron escribieron sobre lo delicioso que les parecía el traje de española. En los periódicos de moda europeos aparecía frecuentemente la mantilla, ya que el "majismo" traspasó las fronteras y fuera de nuestro país los hombres llegaron a vestirse con la capa española y las mujeres adoraron el abanico, la mantilla y la peineta.
En la primera década del reinado de Isabel II, la moda de París luchaba contra el estilo castizo español. Cuando el gusto por la moda romántica decreció en Europa, la emperatriz Eugenia de Montijo, fashion victim de la época e imitada en su elegante y personal forma de vestir en todas las cortes de Europa, volvió a poner de moda la mantilla.
La Semana Santa nos permite disfrutar de este tocado que será eternamente elegante y seductor.
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