Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Creo que hasta que cumplí los 30 años, la Guardia Civil no tuvo motivos para sospechar que yo fuera un ‘matovas’. Para los ceneros que veíamos películas del Viejo Oeste en el Cine Regio granadino, un matovas era el pistolero que al salir del saloom dejaba el parqué sembrado de cadáveres. También nos gustaban las novelas del género. A unos, los westerns de Marcial Lafuente Estefanía, en los que se mataba más y, a otros, los de Fidel Prado, en los que se atendía más al paisaje y al psiquismo de los gunmen. Pero volvamos a mis instintos asesinos: cuando yo era líder comunista subrogado –‘compañero de viaje’, sin más– en la Campiña de Córdoba, recién legalizado el PC, y en campaña electoral, tres mujeres –su esposa, tía e hija– asesinaron mientras dormía de un botellazo en la cabeza, como supimos después, a un camarada de Espejo; lo descuartizaron y lo tiraron al pozo del chalecito familiar. En el entierro, el pueblo entero, y yo mismo, desconocedores de la autoría del crimen, dimos el pésame a una desconsolada viuda. Después, un juez avispado encontró una gota de sangre en la bañera en la que las homicidas trocearon el cadáver y las procesó. Casualmente, estuve con el desventurado en el casino del pueblo la noche en la que lo asesinaron, bebiendo fino y cantando a voz en grito la Internacional. El día que se descubrió el cadáver, cuando regresaba yo en bicicleta de mis clases en el instituto Inca Garcilaso de Montilla, me estaba esperando el subteniente de la Guardia Civil, a las puertas del cuartelillo de La Rambla, en la calle Barrios, muy cerca de mi casa. Me paró y me soltó sin rodeos: “Sospechamos que fue usted el que, por diferencias políticas, asesinó a su camarada esa noche, después de emborracharlo”. Marx y Engels me iluminaron en ese momento y acerté a decirle: “Sí, mi subteniente, todo lo que se mata por aquí, lo mato yo”. Aquello lo desarmó y me dejó ir. Los izquierdistas estamos hechos a soportar la mirada inquisitiva y condenatoria de los Aparatos Represivos del Estado (ARE) y de las gentes de orden. La reacción del inefable Trump y de la ultraderecha occidental, culpando a la izquierda del asesinato de Charlie Kirk, me confirma que, pese a no haber matado a lo largo de mi vida nada más que algún zorzal para que mi tita María se lo echara al arroz, no dejaré nunca de ser un matovas.
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