Pilar Vera

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la matanza

Nuestro peculiar ‘Midsommar’ nos lleva a masacrar vaquillas, arrancar cabezas de gansos, incendiar testas, torturar toros

Como antropóloga camuflada en ejercicio me sorprende la perseverancia con la que, anualmente y sin faltar, nos entregamos a celebrar un holocausto. Al amparo de ferias y fiestas varias –esto es, al amparo de vírgenes y santos varios, no perdamos el foco– nos dedicamos a masacrar vaquillas, arrancar cabezas de gansos, incendiar testas, torturar toros. En estos tiempos de abracadabra, donde lo que se nombra y se siente tiene entidad de ser y todo es puro constructo, constituir una sociedad que disfruta machacando animales no resulta algo que podamos dejar en una nebulosa, sino que necesitamos su urgente e indiscutible traducción a una realidad sin pantallas ni entelequias. No hay sucedáneo que valga.

Dos siglos después de que Jovellanos celebrara la prohibición de los espectáculos taurinos por parte de Carlos III, seguimos a las vueltas con lo mismo, a pesar de la asistencia cada vez más mermada a una aberración que no sobreviviría sin subvenciones que la arropan, de forma perversa, en el mismo saco de lo “cultural”. Casi pareciera que estamos hablando de una práctica sagrada, mentando a la madre, alterando el orden natural del universo si dejamos, en qué mente podría encajar esto, de reducir becerros a masas sanguinolientas por placer, porque hay que hacerlo, porque siempre se ha hecho en las fiestas del santo, de la Virgen de Agosto, por los dioses, qué perfecto Midsommar oculto a la vista de todos. Qué bárbaros eran los bárbaros.

Respecto a mal llamado arte nacional, Jovellanos ya señalaba que presentar la fiesta de los toros como un “argumento de valor y bizarría española es un absurdo”. “Andando el tiempo –se explicaba–, y cuando la renovación de los estudios iba introduciendo más luz en las ideas y más humanidad en las costumbres, la lucha de toros empezó a ser mirada por algunos como diversión sangrienta y bárbara”.

Así que no todo fue siempre sangre, y clamor, y arena, entre nuestros antepasados. Las restauraciones varias y el romanticismo y su búsqueda y exaltación de Lo AuténticoTM avivaron unas brasas que se vieron, de repente, revestidas de bravura y con patente de corso. Y quien tuvo, retuvo, pues los espectáculos taurinos están excluidos de la última Ley de Protección Animal, así como los perros de caza –los grandes clamores del maltrato animal en España–, mientras se pone un severo acento en cuestiones como la venta y tenencia de animales domésticos.

Y es que no vayamos a molestar a los bestias y a su gusto por las esencias vestidas de sangre. No interrumpamos el holocausto.

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