Apenas transcurren unos minutos desde 'el amanecer del hombre', desde el hueso que flota girando muy despacio en el aire hasta el 'trasbordador espacial de TMA-1'. Es el cumpleaños de su hija. El Dr. Floyd le pregunta qué quiere como regalo y la niña le pide un teléfono móvil. Nada extraño. El deseo de cualquier infante actual. La extravagancia llega cuando tomamos conciencia de que estamos en 1968. Kubrick fue un visionario en 2001: Una odisea del espacio, como antes el visionario Julio Verne y sus armas de destrucción masiva, sus muñecas parlantes, sus naves espaciales, sus motores de explosión…, y mucho, mucho antes, allá por 1666, Margaret Cavendish y su novela The Blazing Word, una novela precursora de la ciencia ficción, en la que incluye aviones y submarinos, una ficción escrita por una mujer en el siglo XVII; pero si a Verne le llamaron visionario a Margaret la apodaron Mad Madge (La loca Marga). Locura que en el fondo dábamos por hecho en la ingente lista de visionarios que nos han hecho sonreír a nosotros, incrédulos lectores, incrédulas cinéfilas, con sus máquinas extrañas, sus ordenadores parlantes, sus videoconferencias, sus teléfonos móviles… y ahora, ellos han pasado a ser reliquias de la literatura, del cine… Constructores de fantasía, de un tiempo entonces utópico, hoy distópico.

Todo se ha precipitado. Y de un plumazo se ha desvanecido cualquier reticencia. La compra online es una rutina. Rutina es ya ligar por internet, rutina es hasta el sexo en las redes… Lo que resultaba obscenidad tecnológica, por ejemplo, estudiantes en sus casas, profesores en las suyas, ha terminado siendo la normalidad. Ya no existen más oficinas que las virtuales. Y el gran logro, la canonjía, reside en habernos convertido en burócratas. Aquellos mundos fantásticos, que no llegaban nunca, están aquí, y han sobrevenido sin pasos intermedios, arrasando con esas generaciones que aún viven con la tierra, el cuaderno y el lapicero, que no saben qué es internet, ni quieren saber de un plástico con el que pagar, y se les cobra más de mil de las antiguas pesetas por no querer usar, por no saber usar, una tarjeta de crédito. La señora de la ventanilla no acepta atender al pobre anciano que salió de su pueblo cuando aún era noche para llegar temprano a la ciudad y gestionar la pensión. Su mujer murió. No tiene cita online. Yo le cedo la mía y la señora de la ventanilla se altera. Eso nunca lo admitiría el sistema. Hemos llegado al futuro. A un futuro más perfecto del que nunca nos pintó la literatura. Un sistema que no sabe de compasión, de solidaridad, que no plantea dudas como se las planteaba HAL 9000. La muerte de una generación es la muerte de todos sus referentes. Pero en el televisor un anuncio de fascículos de Planeta Agostini me reconcilia con el mundo. Quizás no todo esté perdido.

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