
Envío
Rafael Sánchez Saus
Torre Pacheco y otras miserias
Aveces, solo se trata de elegir bien a los consejeros, o a los esclavos, como se hacía en Roma. En el carro en el que el caudillo victorioso, vestido con el traje etrusco, de los reyes, atravesaba el arco de triunfo, iba un esclavo que le decía en voz alta al vencedor: “Recuerda que solo eres un hombre”. Pero en el carro de Sánchez, junto al líder, una vicepresidenta entusiasmada (es decir: ‘poseída por Zeus’), una hooligan, le grita: “Eres divino”. El incienso permanente no hace nada más que reforzar la deriva neurodivergente que aboca a este sujeto al solipsismo. El ex ministro de cultura, Màxim Huerta, cuenta que cuando dimitió, hace siete años, Pedro Sánchez no le dio mensaje alguno de apoyo (en plan: ¡Maxim, resiste!) ni le pidió que se quedara; en la despedida, el presidente solo mostró preocupación por cómo la historia lo juzgaría a él mismo. En su declaración, tras el escándalo Santos Cerdán –y esto apunta a un disturbio de personalidad–, utilizó un recurso pueril para captar la benevolencia del público. “¡Miren, como cualquier otra persona, yo tengo mis virtudes y tengo defectos, muchos defectos!”. A continuación, tras poner las virtudes por delante de los defectos, con mala educación, no enumeró ninguno de ellos, pero sí se atribuyó, sin recato, virtudes olímpicas. Sánchez, encriptado en la ergástula del poder, y rodeado del halago y la divinización, está convencido, de decir verdad: que no sabía nada de las aguas fecales que ya le llegan hasta el cuello. María Jesús Montero ejerce de ‘cortapedros’ y, seguramente, a diario le señala sus heroicas virtudes, como hizo el poeta medieval Jorge Manrique con su padre, pero no en vida, esperó a su deceso. Pedro –quizá le susurre–, tú eres: Antonio Pío en clemencia, / Marco Aurelio en igualdad / del semblante, / Adriano en la elocuencia, / Teodosio en humanidad / y buen talante, / Aurelio Alejandro eres / en disciplina y rigor / de la guerra, / un Constantino en la fe, / Camilo en el gran amor / de tu tierra [¡Espáaaña!]. Tan ensimismado está, que no percibe el olor a chamusquina que inunda la Moncloa y que exige cuanto antes la instalación de una unidad de grandes quemados en el recinto. Mi tita María, compasiva siempre con los poderosos –ya se apiadó de Alfonso XIII–, musitaría: “Pobre Pedro, hay que ver cómo me sufre este hombre”. ¡Cuitado!
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