El pleito del Melgo

15 de diciembre 2025 - 03:08

De camino hacia Santiago en bicicleta, pasé el día del patrón, San Antonio de Padua, por Herrín de Campos, un pueblo de Valladolid. Conservan los naturales del pueblo esta ancestral costumbre: unos danzantes recorren sus calles, vestidos con tutú y medias blancas, precedidos de un personaje carnavalesco, la chiborra, que golpea con una vejiga a los niños y los encandila con sus juegos. Todo, al compás del romance de San Antonio, ese que relata el milagro de los pajarillos que respetaron los sembrados porque se lo pidió el santo. Los danzantes sacan al patrón de la preciosa iglesia parroquial, de espaldas, y agitando procazmente los culos, en modo reguetón. Ese día, la austera Castilla se desparrama en viandas y en vino, generosamente ofrecido por el municipio a los vecinos y a los forasteros. El dueño de la casa en la que dormí esa noche usaba un castellano maravilloso, eufónico, adornado fonéticamente con el sonido primigenio de la “ll”, convertido luego en “y” (yeísmo), en el español de ambos mundos. El hombre muy mayor, aquejado por las heridas de la edad, no quería morirse de ninguna manera. Me contó que lo visitaba el párroco del lugar con el propósito de ayudarlo a bien morir, asegurándole que en el cielo estaría mucho más cómodo que en la árida estepa castellana. Y que él le contestaba siempre: “Sí, sí, padre, pero como en la casa de un, en ninguna otra parte”. Era pastor de ovejas y, acostumbrado a pastorear por las inabarcables llanuras de la Meseta, tierras de pan llevar, cuando sus hijos, que emigraron a Santander, lo acercaron a ver el mar por vez primera exclamó: “¡Qué extensiones para el trigo!”. No, no quería morirse. No antes, me dijo, de que se resolviera el Pleito del Melgo. Una contienda legal que enfrentaba desde el siglo XIII –según consta en viejos legajos del archivo de Simancas–, en diversas instancias y tribunales, a la Corona de Castilla con los comuneros de unas tierras conocidas como las de El Melgo. ¿A quién no le va a gustar permanecer en este mundo, en la casa de uno, hasta que no se resuelvan los innumerables pleitos, suscitados por políticos, que inundan y colapsan juzgados y tribunales? Sería como asegurarse, si no la eternidad, sí, una cierta inmortalidad. Porque, al parecer, la solución de todos esos conflictos, como cantó Bob Dylan, está en el viento, en el aire. Perenne.

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