Una de queroseno

Los pocos que aguantan resultan insoportables para los muchos que quieren imponer el pensamiento único

Estoy releyendo Fahrenheit 451 con ardiente admiración. Ray Bradbury vio venir muchas cosas, además del abandono de los libros. En la novela, describe un estatalismo insidioso que da lugar a esta conversación de inquietante actualidad: “–¿Qué ocurrió con él? –Se lo llevaron gritando al asilo. –Pero no estaba loco. Beatty arregló los naipes: –Todo el que cree poder burlarse de nosotros y del gobierno está loco”. Decir a la policía que uno no está loco se considera, por tanto, prueba de locura. ¡A ver cómo se escapa de ese laberinto que suena extrañamente familiar!

“¿Terminarán quemando nuestras bibliotecas?”, pregunta un amigo. Yo, precipitadamente, le digo que no, pues, en vez de rociarlas con queroseno, las rocían con indiferencia. Es una respuesta equivocada, como el perspicaz Ray Bradbury advierte unas páginas más adelante. También en el mundo de la novela se expandía la indiferencia, pero unos pocos resistían, y sólo entonces impusieron el queroseno para quemar los libros.

Cuando queda un puñado se impone el puño. ¿Por qué son pocos? Sí, pero, sobre todo, porque son. Los pocos que aguantan resultan insoportables para los que quieren imponer el pensamiento único. A todo un emperador (el del traje nuevo) le fastidiaron el pase de modelos dos zagales deslenguados. Un número mínimo de lectores era una denuncia tácita a toda una sociedad hedonista y anestesiada. ¿Cuentos infantiles, ciencia ficción? Está pasando aquí y ahora con el rezo del rosario en la explanada de la basílica del Inmaculado Corazón de María (cerca de Ferraz). Lo rezaban cuatro gatos, pero el Delegado de Gobierno ha movilizado a la policía para enchufarles una de queroseno (metafórico).

Esto tiene una lectura pesimista: cuando seamos pocos, nos darán estopa. Pero tiene una lectura paralela optimista: aun siendo pocos o menos o uno se tiene poder suficiente para exasperar al poder abusivo. Ni en la religión ni en la cultura ni en la política, ser pocos debería desanimar. A los muchos se les puede enfriar, desinflar, distraer, manipular o lo que sea; pero nada de eso servirá si no lo hacen con todos. Y ahí hay, ay, que resistir(se). Porque la mera existencia de uno o de unos cuantos da testimonio de la verdad o de la bondad con la misma fuerza que una multitud. O, paradójicamente, más. A fin de cuentas, la fuerza no la tiene la multitud, sino la verdad en sí. Por eso, al final, se recurre al queroseno.

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