Los nuevos tiempos

César De Requesens

crequesens@gmail.com

El silencio de la ardilla

Todos lo veíamos pero casi nadie se atrevía a dar el paso de bajarse de esa rueda infernal hacia la nada

Una ardilla pasea vivaz y desenfadada por la calle Reyes Católicos. Algún transeúnte ya la había grabado subiendo a los árboles en la Fuente de las Batallas. El silencio de las calles lo envuelve todo, como si el centro de la ciudad fuera un bosque quieto en el que hasta se silenció el sonido de la naturaleza desbordante.

Lo insólito se instala en la ciudad para quedarse. Costó hacerse pero ya todo nos parece aceptable. La mente se resistía, cundió la alarma, pero pasó el tiempo y se adapta a lo nuevo, sea lo que sea, una guerra o una pandemia. Y comprende y se hace a la idea de que la normalidad también es esta quietud urbana que, bien mirado, habría que cultivar sin alarmas sino como ejercicio de salud pública cotidiana. Porque hace unas semanas los controles saltaban por los índices de contaminación del centro de Granada y los gestores de lo público se mostraban impotentes para rebajar esa suciedad en el aire que a todos nos mataba poco a poco pero inexorablemente.

Hay quien señala a este virus como una alerta a nuestros desmanes, un aviso de que, por el camino que íbamos, nos estábamos matando nosotros solos. Tonta y entontecidamente, en ese correr y correr malditos en busca de una producción sin más objetivo que seguir corriendo. Todos lo veíamos pero casi nadie se atrevía a dar el paso de bajarse de esa rueda infernal hacia la nada.

Esa nada nadeante dio paso a este silencio. Forzosamente hemos parado, los de un signo y lo de otro, todos detenidos en un tiempo amplio en el que hemos redescubierto cualidades artísticas y culinarias, que existen los vecinos, que no había que irse a Punta Cana sí o si para sentirse mejor y ser uno más entonces, cuando el viaje era una necesidad y no el lujo que nos parece ahora.

Todo esto, en su dureza, nos está devolviendo a una dimensión humana de las cosas. Al heroísmo cotidiano de existir cuando las cosas se ponen feas, a la mano tendida del que ayuda, a cuánto nos necesitamos unos a otros después de décadas viviendo en la ilusión de la individualidad del selfie aquel que nos hacía ocupar tanta pantalla que no dejaba sitio para nadie.

Se ve horizonte ya, afortunadamente. Pero aún queda tiempo para que las ardillas sigan recorriendo ese espacio que, en definitiva, siempre fue suyo.

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