Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Bajando del sepelio de una queridísima amiga, me asalta el síndrome del superviviente. Ya me ha sucedido en otras ocasiones. ¿Por qué ella y no yo? El día está magnífico y, al atravesar el bosque de la Alhambra, se me agudiza el sentimiento de culpa. Uno, rodeado de tanta belleza, mientras que la amiga navega ya por oscuras regiones sin retorno. Hay que admitir que el rito católico de la muerte es mucho más eficaz y sedante que cualquier funeral laico, con versos, canciones, e intervenciones de familiares y amigos. Si lo dirige un presbítero prudente, sin ardor misionero, supone un alivio para los asistentes al acto. Pura liturgia, jaculatorias milenarias, reconocibles por el público, que, así, no debe de sumar al dolor por la pérdida, la inquietud o la zozobra ante las apesadumbradas aportaciones de los intervinientes. No soy católico (sí, culturalmente) ni ateo ni agnóstico. ¿Cómo habrá que llamarnos a los que, simplemente, estamos estremecidos por el misterio de estar vivos y por la angustia de sabernos con fecha de caducidad? A los que nos horroriza morir, pero más, ser eternos. El buen preste nos ha prometido, en el funeral, que resucitaremos y que podremos disfrutar de la máxima bienaventuranza en la casa del Padre. Pero no nos ha aclarado si tendremos en ella apartamento propio o si compartiremos piso. Al no ser un pensador y carecer de una vida interior perceptible, a mí lo que me preocupa, conforme bajo hacia la Puerta de las Granadas, es que en el cielo no haya estas ‘cecolillas’ que flanquean el paseo, en las que mis hijos, de niños, solían botar hojas de olmos, a modo de ágiles navíos. Tampoco espero encontrar en el paraíso a esta viejecita gitana, pequeña y consumida, a la que ni siquiera compro su ramillete de romero, pero que, cuando la saludo, me dice “¡adiós guapo!”. Ni estoy seguro de que en cielo haya un quiosco como el de Plaza Nueva donde encargarle a Paco, el yerno del Chalo, un décimo de lotería de Navidad, saltándome la larga cola de forasteros que esperan para comprar su participación. ¿Habrá en el cielo un Bar Aliatar en el que tomar una cerveza y ‘medio’ de ensaladilla rusa? Si en el cielo no fríen los boqueroncillos como en Casa Julio, ¿para qué la salvación? ¡Amiga, si no hay nada de esto donde estés, por favor, vuelve, que se nos han quedado muchas cosas por hablar, compañera!
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