El tamaño importa

Abrir el bolso y descubrir que has olvidado el móvil en casa y que no volverás en cuatro días provoca ansiedad

La longitud del dedo índice. El grosor casi del dedo gordo. Y funciona. Manu repetía que me habían estafado, que era imposible que eso funcionara. Imposible era no caer en malos pensamientos contra el señor que con la premura del trilero cambió de mi mano los billetes por aquello. Atraco de quince euros. Pero Nacho llegó para hacerme ver que la "maldita torpe mierda" incapaz de colocar una diminuta tarjeta sim en el lugar y posición correcta, era yo. El minúsculo teléfono sonó, y se escuchó primero la voz de uno, luego la de otro, Rafa, Moncho, Juan Antonio, Paz, todos, yo la primera, incrédulos ante la efectividad de la miniatura. Y los acontecimientos se disparan. En dos segundos Diego envió la noticia de los múltiples diarios que se hacían eco del tráfico de estos móviles en prisión. Llegan a pagar hasta 300 euros por ellos. El escaso índice de metal que contienen hace que no se activen los sensores de los controles de acceso a la cárcel. Algunos precavidos, algunas precavidas, aprovechan los "vis a vis" para pasarlos escondidos en según qué zona. No tardó en formularse entre los concurrentes la duda de si el que me habían vendido a mí venía en caja precintada. "El tesoro más valioso entre rejas" publica Málaga Hoy, "que permite al narco continuar con sus negocios y al maltratador seguir acosando a su expareja".

Abrir el bolso y descubrir que has olvidado el móvil en casa y que no volverás en cuatro días, provoca ansiedad. La amígdala es muy rápida en enviar la señal de alarma. "El temor agudiza los sentidos. La ansiedad los paraliza", escribía Kurt Gold, parece que en mi caso la ecuación funcionó del revés, quizás por aquello de que todas las reglas tienen su excepción. En pleno ataque de ansiedad localicé entre la multitud el extraño puesto, que en circunstancias normales no hubiera visto ni aun chocando con él. Se olvida a los hijos, al perro, incluso al marido, pero nunca se olvida el móvil, me dice una amiga. En contraposición, el camarero viejo de un viejo bar de Madrid viene a rendirme pleitesía copa en mano. Me hace mirar alrededor, todos, todas, concentrados en la pantalla, más solos que la soledad, me dice, con apariencia afanosa porque no soportan estar consigo mismos. Horror vacui. No quiero romperle la ilusión, decirle que no me salvo, que soy una más, obediente al sistema, y estoy bien manipulada, que hago trampa. Oculta en un bolsillo la miniatura que como un juguete ahora viaja conmigo. Levanto la copa y le dedico un brindis.

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