Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Cualquier aficionado a los libros sapienciales, por llamarlos de este modo que comprendería los textos sagrados, los filosóficos, los que se sumergen en unos u otros y los que en general extraen de la literatura o de la experiencia lecciones de vida, sabe que se trata de un género estimulante pero resbaladizo en el que las obras verdaderamente incitadoras alternan con otras que proyectan, cuando los autores pecan de solemnidad y condescendencia, una impresión de engolamiento y antipatía. Como en las relaciones personales, es fácil detectar a los pesados –pudridores, en la jerga del poeta– porque se dan mucha importancia a sí mismos, a veces bajo la especie de una humildad tan afectada que recuerda demasiado a la soberbia. Y por el contrario, un tono deliberadamente menor distingue a los más valiosos. Lo pensamos al leer el hermoso dietario, ahora disponible en Periférica, de un sabio genuino, el escritor, naturalista e historiador de las religiones Jacques Brosse, también monje y maestro zen, que dejó en estas páginas póstumas una especie de testamento literario. El título español, La alegría del momento, es fiel pero no refleja el doble sentido del original, Le bonheur-du-jour, que según informa el traductor alude asimismo a un escritorio tocador definido por el propio Brosse como “un pequeño mueble con cajones en el que guardamos cartas y pequeños recuerdos a los que damos valor”, pieza de anticuarios que no se fabrica desde finales del siglo XVIII. Esa bonheur abarca también, por lo tanto, el territorio de la memoria y a la vez se inscribe en un orden cíclico representado en el libro por un año cualquiera del calendario, de marzo a marzo. Para el diarista, experto observador, la naturaleza son los árboles, las aves y los paisajes del Périgord, pero todo escenario es bueno si se trata de eludir el imperativo de “estar al corriente” y lo que llamamos actualidad, cúmulo de banalidades o campo minado: “La alegría del momento, la felicidad de vivir al día, un día tras otro, es también una ascesis. Cada vez que dormimos es una nueva muerte; cada despertar, una nueva vida”. La toma de conciencia no sólo implica desapego, liberarse de “este yo molesto”, sino otra clase de entendimiento, una forma de atención que va más allá de la contemplación pasiva. Una disposición de ánimo que aúna serenidad y entusiasmo y desecha lo que no importa en favor de lo que nos vincula, en un perpetuo proceso de renovación, al secreto corazón del mundo.
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