Tribuna

José Antonio González Alcantud

Catedrático de Antropología Social de la Universidad de Granada

El secreto de las catedrales

El secreto de las catedrales El secreto de las catedrales

El secreto de las catedrales

Me ahorré el sufrimiento de vivir de cerca las horas de incertidumbre que planearon sobre el incendio de Notre Dame. Durante un mes -marzo pasado- habité cerca de la icónica catedral gótica, en la rue Suger, que precisamente lleva el nombre del abad al cual se adjudica la invención de gótico. Pero en el momento del incendio, en abril, no estaba ya allí. En virtud de la cercanía, más de una vez paseé por el contorno del templo, sin llegar a entrar en esta ocasión dadas las largas colas de turistas que me disuadían. Era un rechazo premeditado a lo excesivamente sobrerepresentado. Lo que más me atraía ahora era su exterior, con las tres portadas de la fachada contempladas de noche bañadas por una luminosidad tenue que las volvía fantasmagóricas, y disfrutadas en soledad. Pocos días antes del incendio algunos gamberros intentaron hacer arder la iglesia de Saint Sulpice, el segundo templo en dimensiones de París, y centro de un estilo de catolicismo conservador llamado "sansulpiciano". Unas magníficas pinturas de Delacroix anduvieron peligrando cerca del lugar del incendio. Con curiosidad no exenta de preocupación, por las noticias de otros incendios y profanaciones en el resto del país, me acerqué a ver el destrozo; aún olía penetrantemente a chamusquina. Un rato más tarde, paseando hacia la isla de Saint-Louis, al pasar por el lado izquierdo pensé que Notre Dame no estaba al abrigo de estos accidentes o incidentes. Y así fue.

En los mismos días se incendiaban de ira los Campos Elíseos con manifestaciones que atacaban los signos evidentes del lujo. El parisino del común que habita en los beaux quartiers (barrios bonitos) está horrorizado con estos hechos que afectan a su calma, quitándoles con desdén a estos nuevas prefiguraciones del vándalo que son los gilets jaunes toda la razón. Sin embargo, un buen amigo, que ha escrito sesudos libros sobre el funcionamiento del Parlamento europeo y de la asamblea nacional francesa, sensible a los problemas sociales, me razona sobre las evidentes fracturas sociales y territoriales de París, las cuales son recurrentes cada cierto tiempo. No basta con descalificar a los gilets jaunes, me argumenta. Para darles la palabra ha organizado reuniones en Nanterre bajo la sospecha y desdén de sus colegas. Cuando ocurriera la Comuna de 1871 a los intelectuales pequeñoburgueses también les parecían los communards, que defendían heroicamente París frente a los prusianos, poco dignos de consideración. Hace menos de veinte años Peter Watkins filmó con un escasísimo presupuesto la película La Commune para actualizar la problemática de aquel entonces con argumentos de hoy, y sólo recibió de los poderes mediáticos marginación y desprecio. Por eso, si uno se sumerge en los barrios del norte de la ciudad obtiene la impresión de estar en un mundo no sólo de marginalidad material, sino igualmente estética. El tema está estigmatizado de antemano.

De ahí que la comparación entre la impudicia de los súperricos acudiendo en socorro de la catedral incendiada y la insensibilidad ante los problemas suscitados por la revuelta en marcha haya crecido. Vuitton, uno de los mayores benefactores de la reconstrucción de Notre Dame, por ejemplo, había hecho construir con antelación un magnífico edificio, del arquitecto Gehry, en el bois de Boulogne, justo al lado donde existía un museo emblemático, el de artes y tradiciones populares, del cual fui becario en los ochenta, y que corrió la suerte de todo lo modesto: fue cerrado por órdenes emanadas de arriba que aducían el escaso público visitante. Ahora Vuitton quiere reabrirlo con sus colecciones ¡de artesanía! Una paradoja insultante.

Lo cierto es que Notre Dame, si ha de ser reconstruida, no lo será tanto por el poder de la técnica, que la ha destruido con su intervención incompetente, sino por el saber guardado durante siglos por sociedades de artesanos como los compagnons du devoir et du tour de France. Éstos se agrupan en sociedades católicas que han sostenido el culto al trabajo manual, y en especial al arte de la cantería, y que no tienen parangón entre nosotros. Unos días antes de abandonar París visité el local de los compagnons en el barrio, le pregunté a quien estaba allí si en España existía una sociedad similar que conservase, frente a los avatares del tiempo, el arte de construir las catedrales y me dijo tajantemente que no. Esta suerte de masonería católica tiene ahora la clave de la reconstrucción de Notre Dame.

Una de las cosas que hay que admirar de Francia es ese catolicismo separado del Estado que ha dado lugar a sociedades como la citada y a místicos del siglo XIX del estilo de Maurice Denis, Charles de Foucauld, Ernest Psichari, Chales Peguy, Louis Massignon, y tantos otros. Los llamados "convertidos de la belle époque" que llegaron al catolicismo a través de la estética emanada de las catedrales góticas. Tengo la convicción de que, con esos antecedentes Francia ha de resurgir de sus cenizas, como Notre Dame. Siempre y cuando consiga religar el pasado con el presente, y armonice su balanza social y cultural, ahora excesivamente desequilibrada.

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