Juan Riquelme, el abogado de pobres que hizo que la Virgen de las Angustias ‘apareciera’ en Granada
El Reportaje | Aparición de la Virgen de las Angustias de Granada
La actual Imagen habría sido concebida en el taller de un imaginero en Valladolid, y posteriormente trasladada por más de 600 kilómetros hasta un oratorio a orillas del río Genil
El lienzo de Isabel la Católica que se convirtió en la Patrona de Granada
Al caer una tarde del mes de febrero, mientras el sol se desvanecía en la Vega, dos varones de desconocida procedencia recorrían la ribera del Genil. Uno de ellos, enfundado en un traje de galante nobleza, galopaba a toda celeridad mientras la brisa recorría su rostro angelical. El segundo, de igual belleza, seguía su rumbo sobre un primitivo carro de roble. Durante la travesía, sus manos se aferraban a una sábana que cubría el robusto equipaje.
Cuando el haz lunar se vislumbraba entre las cimas de Sierra Nevada, los viajeros de fama extranjera buscaron refugio. Entre huertas fértiles y surcos cincelados en la tierra, tan solo encontraron una pequeña ermita. Sus muros encalados irradiaban un fulgor sin igual, convirtiéndola en un improvisado ‘faro’ sobre el que los hortelanos lograban orientarse entre los trigales. En aquel enclave, a mediados del siglo XVI, decidieron agotar las últimas horas de vigilia que restaban hasta que el sol volviera a proclamar una nueva jornada.
Según consta en una “autorizada y constante tradición oral y escrita”, estos caballeros aseveraron que eran originarios de Toledo, donde habían prestado juramento como hermanos de una cofradía. Ante la presencia de los primeros hortelanos de la zona, en los albores de un nuevo día, descubrieron el lienzo revelando una Virgen de belleza sin igual. Su rostro cautivó a todos los presentes, suscitando un fervor que se mantendría por los siglos. Los forasteros profetizaron que aquella “devota y milagrosa” Imagen sería el ‘Amparo de la Ciudad’. Y tras pronunciar esta cita, y ante la incrédula mirada de los granadinos, se desvanecieron sin dejar rastro alguno.
Así versa cinco siglos más tarde en un óleo que se exhibe en la sacristía del Templo Patronal. En aquellos trazos, cientos de granadinos han reconocido el origen de la más honda devoción sobre la que se erige el fervor popular la provincia. Tal es así, su misticismo y providencia, que los anónimos peregrinos fueron considerados ‘ángeles’ y venerados bajo la advocación de San Cecilio y San Pedro Mártir.
Si bien es una leyenda, toda crónica del pasado está fundada sobre una verdad inapelable. Reproduce patrones ampliamente conocidos por los sociólogos, e imitados en multitud de pueblos de todo el país. Sin embargo, ningún relato señala la procedencia de los ‘descubridores’ en una geografía tan localizada, y a la vez tan remota para la época. Este es el vínculo que impone realidad sobre lo que recibía una consideración puramente fantástica.
El archivero de la Hermandad Patronal, Manuel Amador Moya, destaca entre los documentos conservados de la corporación un nombre singular: ‘Juan Riquelme’. Así queda recogido en los recientes estudios de Francisco Javier Crespo Muñoz y Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz. De raza negra y reconocida profesión, desempeñaba el cargo de asistente jurídico en la Real Chancillería. Un ‘abogado de oficio’ que intercedía ante los tribunales por las personas sin recursos que deambulaban por las calles de la Granada del siglo XVI. A juzgar por su compromiso social, no es de extrañar su vinculación con la Hermandad de la Transfixión de Nuestra Señora (actual Hermandad Patronal) que quedaba establecida en la Ermita de Santa Úrsula y Santa Susana.
En aquel tiempo, los labriegos de la Vega rendían culto al primitivo lienzo del ‘Descendimiento del Señor’, donado por la Reina Isabel la Católica. Una iconografía que ‘llamaba a la oración’, ya que acudían habitantes de toda clase y condición a pedir su intercesión. Allí, entre familias humildes del campo granadino, germinaría en Juan Riquelme una motivación sin igual, que convertiría la tabla de Francisco Chacón en una sacra efigie.
El destino quiso que el jurista se trasladara hasta la ciudad de Valladolid, viajando consigo el interés de hacer tangible lo visible. Riquelme se adentraría en el taller de un imaginero, de rostro e identidad aun sin revelar, al que le encomendaría cincelar en madera el ‘Amparo de la Ciudad de Granada’. Y así fue.
Esta vez el desconocido tenía nombre, y acudía por la ribera del Genil hacia la Ermita de Santa Úrsula y Santa Susana, desde Valladolid. Era Juan Riquelme, a lomos de un caballo y un carro a sus espaldas. Probablemente, los dos desconocidos de origen angelical viajaran junto a él, siendo imperceptibles para la mayoría de los labriegos. Sería entronizada la Sagrada Imagen en el reconvertido mihrab, sobre el que se había erigido hacía décadas un oratorio musulmán.
Y el resto, ya es historia. Labriegos, abogados y nobles de toda condición se postraron a sus plantas rogando por su intercesión. Ofrendaron todo y cuanto tenían, haciendo de aquella efigie un icono devocional de toda la geografía andaluza. Y así, cinco siglos más tarde, los granadinos siguen acudiendo a aquel recóndito lugar que se hizo Basílica. Bajo sus cúpulas el eco de un rezo, presente y pasado, que resuena con más fuerza aún. Es la Imagen que profetizaron las leyendas, y la que Juan Riquelme trajo desde Valladolid. Es, y seguirá siendo, la Virgen de las Angustias, el ‘Amparo de la ciudad de Granada’.
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