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Del verso como acción directa

Hay grupos entre los llamados alternativos que en el fondo no plantean alternativa ninguna. Se acogen a las proclamas grandilocuentes, pero en cuanto rasca uno los discursos de superficie aparecen debajo los partidos, las instituciones, todo ese conglomerado de patrocinadores habituales que no se diferencia en nada del que sostiene -o sostenía- a la denominada cultura oficial, si es que existe tal cosa. La independencia de criterio es siempre una opción personal que puede ejercerse dentro o fuera de los cauces establecidos, pues la medida la dan no las declaraciones sino las obras, los comportamientos, la disposición a transigir o no con las directrices del poder en cualquiera de sus formas. Existen así sedicentes subversivos que en la práctica viven de aquellos a quienes censuran y, a la inversa, supuestos acomodados que se la juegan a diario para defender sus principios o una cierta idea de la honradez intelectual, al margen de consignas o de componendas. La medida, como decimos, la dan las obras.

Desde hace ya casi dos décadas, aunque su definitiva irrupción toma forma a finales del siglo pasado, los poetas encuadrados en La Palabra Itinerante vienen demostrando con hechos, no sólo con manifiestos, su compromiso con una forma de entender la cultura que debe ser reconocida por su tenacidad, por su coherencia y por su capacidad para alumbrar constantes iniciativas que nacen de la base y abarcan órdenes muy diversos, con el común denominador de la experimentación y la inquietud por combinar distintas disciplinas -la palabra, la música, la imagen- en un mismo discurso. Forman un colectivo, como una milicia de voluntarios, que ha ido siempre por libre, sumando nuevas incorporaciones. Defienden la agitación y una cultura de resistencia de inequívoco sabor libertario, sin peajes ni servidumbres. Pertenecen a ese mundo subterráneo -pero esencial, entre otras cosas, por su voluntad vertebradora- que fluye al margen de los circuitos consabidos, cuya fortaleza constituye uno de los activos de las ciudades que no se limitan a mantener sin más sus tradiciones inveteradas.

A lo largo de estos años, los poetas de La Palabra Itinerante han construido una red de complicidades que no tiene centro, aunque de hecho surgió en el oeste de Andalucía y desde ahí se ha extendido a muchos otros frentes, escritores, editoriales, revistas o librerías afines, formando una constelación que actúa como matriz generadora de propuestas y favorece los esfuerzos conjuntos. Talleres literarios, sellos editoriales como Libros de la Herida -donde ha aparecido, coeditado por la asturiana Cambalache, el reciente De la poesía de T.S. Norio-, el blog sumalespanta -que comparte nombre con un espectáculo coproducido con Daniel Mata en el Callejón del Gato-, conciertos, jornadas o festivales, son algunas de las iniciativas vinculadas a La Palabra Itinerante. Por su propia heterogeneidad, la poética del grupo no puede ser reducida a una fórmula, pero en ella se advierten puntos comunes como la creencia en la función social de las artes, el desdén por el concepto de autoría o un pensamiento que remite a las corrientes antiautoritarias del 68, pero también al machadiano Juan de Mairena o a su inolvidable discípulo Agustín García Calvo, cuya impugnación de la Realidad con mayúsculas está detrás de los textos programáticos firmados por una banda que tiene mucho de hermandad, a la manera de aquellas otras que agruparon a los comuneros de la vanguardia.

En su órbita se inscriben, entre otros, músicos y cantautores como el mencionado Daniel Mata (Sevilla, 1978) o Iván Mariscal (Jerez de la Frontera, 1976), la videoartista María Cerón (Murcia, 1980) o el pintor Patricio Hidalgo (Ibiza, 1979). Pero también o sobre todo los poetas, entre los que se cuentan los propios inspiradores de La Palabra Itinerante, Miguel Ángel García Argüez (La Línea, 1969), David Eloy Rodríguez y José María Gómez Valero, junto a compañeros de viaje como Carmen Camacho. Llevan años en la brecha pero no han perdido ese aire militante, como de misioneros o pedagogos o ambas cosas, que se traduce en una dedicación alegre y entusiasta. Buscan a los lectores no sólo en la soledad de los libros sino en los encuentros públicos, a menudo en la compañía de artistas amigos que participan de su poética y la interpretan desde otras perspectivas. Viajan como los cómicos y han ido ensanchando esa red que abarca ya numerosos destinos de España o Hispanoamérica.

Sus libros últimos llevan títulos como Danza caníbal (García Argüez, Germanía, 2012), Miedo de ser escarcha (Rodríguez, Editora Regional de Extremadura, 2012, reedición actualizada del mismo título que ganó en 2000 el premio Surcos), Los augurios (Gómez Valero, Icaria, 2011, premio Alegría) o Campo de fuerza (Camacho, Delirio, 2012). No los encontraremos entre los más vendidos ni rara vez en esos muestrarios que pretenden sancionar lo que debe o no leerse, aunque tratándose de la poesía nos referimos siempre a una actividad semiclandestina. Puede gustar más o menos lo que hacen, pero hablamos de poetas verdaderos que han entendido que el compromiso ético no sigue una única dirección estética. Y ahí siguen, felizmente, entre el verso y la música y lo que sea que contribuya a ampliar su mundo, que es y no es el que aparece en las primeras planas. Hay que celebrarlos como se merecen, a ellos y a su poesía, nueva, noble y necesaria encarnación de la acción directa.

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