El Observatorio

josé Carlos Del Toro

La sastrecilla 'valienta'

MIENTRAS que era una mediocre estudianta, la irrelevanta niña, que en realidad quería ser cantanta, vivía pendienta de lo que hacían las demás. Su madre, garanta de todas aquellas costumbres que mantenían a sus vecinas maliciosamente expectantas, la hacía observanta de unas reglas cuyo único motivo era anular su propia expresión personal. Eran clientas de un estilo y unas formas marcadas por otras. Para ella, ser eleganta significaba seguir la moda de sus semejantas, con una actitud servil que resultaba hilaranta para cualquiera. Lejos de ser valienta, la niña, silenta, se mantenía en ese segundo plano gris que ella, poco a poco, sentía como una situación indignanta. La reacción consentidora y displicenta de sus amigas ante lo que ella veía como actitud humillanta de sus docentes y docentas la iba convirtiendo poco a poco en rebelde (o rebelda). No podía consentir que se las tratara a ellas distinto que a ellos con dos varas diferentas de medir.

Los meses pasaban, las cambiantas estaciones transcurrían, los años se sucedían sin que aquella situación alarmanta cambiara. La niña creció hasta que por fin, un día, siendo adulta, comenzó una serie de pacientas conversaciones de las que salió presidenta y concluyeron dónde estaba la raíz de los problemas: en el diccionario, en esas acechantas palabras construidas en completo menosprecio de la condición femenina. Entonces, como si por ensalmo el cambio de términos conllevara la liberación que, anhelantas, esperaban, comenzaron a exigir que donde siempre se había dicho juez, aquellas vezas que se trataba de ellas se dijera juezas, que las nuezas recuperaran su femenina condición, que no se hablara solo de peces sino también de pezas y que hasta los excrementos humanos fueran hezas.

No se debía hablar solo de generales sino también de generalas, no solo de coroneles sino también de coronelas, no solo de comandantes sino también de comandantas, no solo de tenientes sino también de tenientas, no solo de cabos sino de cabas, no solo de soldados sino de soldadas. Ya no solo existirían concejales sino también concejalas, no solo animales sino también animalas; las cosas dejarían de ser reales para ser realas. De aquel momento en adelante habría que redactar con una dualidad de género, imposible de mantener en la mayoría de los casos, pero que, a pesar de su inconsistenta redacción, indicara al mundo la sensibilidad palpitanta del orador u oradora.

Y así acabó la historia: ya éramos todos (y todas) iguales (e igualas) pero no nos entendíamos. Genial, geniala.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios