El Observatorio

josé Carlos Del Toro

Yo pecador

CONFIESO que he sucumbido al moderno culto al cuerpo. Como tantos otros que poco a poco son legión, acudo asiduamente a la práctica pagana. Protegidos por doctas recomendaciones de facultativos (y no tanto) que nos bombardean con los pretendidos beneficios ya no celestiales sino terrenos para la salud, nos entregamos en cuerpo (seguro), pero casi también en alma, a la moderna religión cuyos templos son los gimnasios. El aire libre se sustituye torticeramente por la sala donde las secreciones epidérmicas y las moléculas ofensivas a la pituitaria se enseñorean del universo más urbano y más urgente. Todo sea por alcanzar el objetivo final: la victoria a la gravedad.

La piadosa frecuencia semanal se multiplica, telúrica, por tres o por cuatro; ¡incluso hay fieles que la multiplican por siete! No valen atajos. No sirven excusas. El sagrado precepto ha de cumplirse so pena de flaccideces aquí y allá, so pena de ominosos aumentos basculares. Esta nueva religión es cruel: las penas se cumplen en vida, no aguardan a periodos trascendentes; pero, supuestamente, los beneficios también se obtienen, endorfínicos, con efecto inmediato. Aquí es donde me surge la duda, donde cometo el pecado, porque mi fe se resquebraja sin asideros más fuertes que los -ya inexistentes- de obtener la gracia divina o los beneficios para el futuro paraíso. Una de dos: o mi hipotálamo y mi hipófisis están ligeramente atrofiados y no reaccionan en grado suficiente al ejercicio físico, aunque sí al resto de actividades que originan esos péptidos del placer, o hay más mito que realidad en la satisfacción obtenida tras el ejercicio físico, como en la promesa de la vida después de la muerte. Mayor placer encuentro yo en la contemplación de una gloriosa curva (que las hay en el gimnasio) o una casi imposible turgencia (que también) que en machacarme literalmente hasta casi la extenuación.

Después de todo, los terrenales profetas, mal que me pese, tienen razón y el ejercicio se me ha convertido en ventajas analíticas objetivas y medibles. Tendré que seguir practicando. Pero entre pedal y pedal, entre pesa y pesa, entre vaivenes y contoneos, se me ocurre que bien podría surgir otra nueva religión: la del culto a la ciencia y el conocimiento en la que sus fieles, igualmente reunidos por voluntad propia, pudieran ser recompensados con los placeres de la matemática y de la física, de la bioquímica y la genética, de la química y la cristalografía, de la arqueología y la historia. Claro está que ese peregrino deseo sí que es un manifiesto pecado.

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