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Rafael Padilla

La vergüenza del Sahara

IMAGINEN que España, convenga o no, sea fácil o difícil, no puede seguir haciendo dejación de su especial responsabilidad para con el futuro del pueblo saharaui. No se trata sólo, que también, de un deber genérico de defensa de los derechos humanos. Existen lazos históricos y hasta obligaciones jurídicas concretas que no nos permiten mirar hacia otro lado cuando, en aquellas tierras, se aplica una política sistemática de usurpación por parte de Marruecos. Si el conflicto nace de una decisión nuestra (la de abandonar unilateralmente, en 1976, el llamado Sahara español), probablemente entonces inevitable, pero en todo caso, de la que no debemos sentirnos precisamente orgullosos, no es admisible que continuemos situándonos en esa incalificable equidistancia que ha sido regla común en la actitud de nuestros sucesivos gobiernos durante el ya largo desarrollo de aquél.

No cabe olvidar que, mientras no se resuelva la cuestión de la soberanía sobre el Sahara Occidental, España es la administradora oficial de este territorio y que nada de lo que allí ocurra nos es, desde luego, ajeno. Por supuesto que constituye un problema realmente diabólico en el que confluyen intereses geoestratégicos de extraordinaria complejidad. Aun así, no deja de ser desconcertante, y vergonzosa, la tradicional inacción de nuestras autoridades. Nos corresponde abandonar esa imposible condición de espectadores, en la que paradójicamente persistimos, y adoptar la que nos exigen la Historia y los textos internacionales: tenemos que ser actores, y actores principales, en la búsqueda de una respuesta equitativa a las demandas de quienes fueron nuestros compatriotas.

La intervención militar marroquí en El Aaiún implica, además, un cambio cualitativo en los términos de la disputa. Nunca como ahora se han hecho tan visibles las auténticas intenciones de Rabat. Todo indica que Mohamed VI ha optado por el enfrentamiento puro y duro y que no tolerará más final que el que le apetezca, aunque tenga que imponerlo por la fuerza de las armas. Poco le importa lo que la Asamblea General de Naciones Unidas viene reiterando -el derecho a la libre determinación de los saharauis- en los últimos veintisiete años. Acostumbrado a realizar sus caprichos, al amparo de Francia y de Estados Unidos, y alentado por la tibieza de una España obsequiosa hasta la náusea, cree llegada la hora de romper la baraja, ignorar instancias supranacionales y hacer ejecutar su santa voluntad.

Porque supondría una traición que sumar a la traición, porque tenemos asumidos compromisos inexcusables, porque consagraría una injusticia flagrante y porque, al fin, representaría un precedente gravísimo para los litigios de Ceuta y de Melilla, la diplomacia española ha de cambiar, y pronto, de rumbo. Nos va en ello algo tan crucial y tan indisponible como la conservación de nuestra propia dignidad.

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