Cada cual pierde la mirada inocente en algún momento de su devenir vital, independientemente de lo que marque el calendario del momento. Puede incluso que algunos porten canas y mantengan limpia la mirada. He leído, no sin asombro, algunas ideas sobre lo que supone contarles la verdad, la verdad de los adultos, sobre esos seres mágicos que nos traen regalos por estas fechas. Ya sean vestidos de rojo y con renos o bien en trío y con camellos. O incluso en las múltiples versiones antiquísimas que ahora aparecen en cada esquina de eso que llamamos estado nacional (es decir, España).

Hay expertos, los hay, que dicen que puede resultar un chantaje emocional para con los pequeños; aquello de la amenaza de te traerán carbón si te portas mal. O no haces lo que quiero. Y seguro que también habrá expertos que digan que es bueno mantener la ilusión y la fantasía hasta algún momento. Pareciera que debe haber expertos para la infancia en todo momento y lugar, como parece que es obligación en estas fechas que la televisión o la radio se pongan ñoños y cuelen noticias sobre el tema con todo el aspecto del rigor informativo. Y veinte segundos después, o antes, informen, o hayan informado, de una matanza, un asesinato, un desfalco o un caso de corrupción. Y seguimos tan tranquilos.

Cada cual puede perder la mirada inocente a la vuelta de una esquina en su caminar vital y ya jamás recuperarla. Y todos, también, podemos asir un suceso que nos retrae a un instante mágico ya extraviado en la memoria y allí encontramos de nuevo una candidez ya olvidada. Ese momento mágico lo contemplé pocos días atrás cuando miraba desde mi ventana como un grupo de chavales jugaban a esconderse debajo de un inmenso montón de hojas. Ajenos a todo, el disfrute era inmenso; los chillidos de gusto ahogados entre risas, las carreras, el ahora yo y luego tú. Todo cubierto por los ocres rojizos del colosal cúmulo de hojas que el viento había acumulado.

Y entonces recordé un suceso de mi infancia, cuando mi primo Jesús me enseñó cómo debía atarme los cordones de los zapatos para que no me tropezara. Lloraba y temía volver a caer, no sabía cómo resolver aquel problema. Él me rehízo el lazo y me enseñó y volví a jugar. Lo aprendí para siempre, sin saberlo, y quedó en mi memoria inocente. No era diciembre, ni Navidad. Ni falta que hace para mantener la inocencia. Vale.

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