AL OTRO LADO DEL RÍO Y ENTRE LOS ÁRBOLES | CRÍTICA

Personal variación sobre un Hemingway otoñal

Matilda De Angelis y Liev Schreiber en 'Al otro lado del río y entre los árboles'

Matilda De Angelis y Liev Schreiber en 'Al otro lado del río y entre los árboles' / D. S.

Paula Ortiz es una feliz rareza en el cine español. A lo largo de la última década, simultaneándolo con una importante vocación docente en universidades españolas y extranjeras, ha estrenado, tras varios cortometrajes realizados entre 2001 y 2008, dos premiados largometrajes –De tu ventana a la mía (2011) y La novia (2015)- que la han convertido en una de las personalidades más originales de nuestra cinematografía. Cine de mujeres dirigido por una mujer sin concesiones a los estereotipos de moda. La elección de los temas y las protagonistas está íntimamente ligada a las elegantes y a veces arriesgadas ( y por ello lo siempre logradas) opciones formales. Sobre un guión propio De tu ventana a la mía contaba las historias de tres mujeres defraudadas por la vida y las circunstancias que sobreviven a sus derrotas, por decirlo a lo Carmen Martín Gaite, entre visillos. Con guión propio y de Javier García Arredondo hizo una arriesgada versión de Bodas de sangre de Lorca que extremaba la poética de su primera obra en fidelidad al original.

Ahora, con producción británica y guión del dramaturgo y guionista Peter Flannery, haciéndose cargo de un proyecto que en principio iba a dirigir Martin Campbell, adapta Al otro lado del río y entre los árboles, una de las novelas más olvidadas y menos apreciadas de Hemingway -de la que conservo la memoria feliz de una lectura juvenil-, su penúltima obra publicada en vida -en 1950- tras la década de dudas y crisis que siguió a Por quién doblan las campanas (1940). Se basaba en una experiencia personal -su enamoramiento de una joven veneciana en 1948, mientras pasaba allí una temporada con su mujer- y estaba empapada de un presentimiento de declive físico y muerte: Hemingway convirtió su frustrada experiencia veneciana en la imposible historia de amor entre un maduro militar estadounidense afectado por una dolencia mortal y una joven aristócrata veneciana en el marco de la ciudad desierta del invierno y la posguerra que, tras su incomparablemente hermosa decadencia, es el escenario ideal, como Thomas Mann definió para siempre, de historias de amores imposibles y muerte en las que las vidas parecen pudrirse y hundirse con un último, triste, destello de belleza enferma.

Así ha abordado Paula Ortiz la otoñal, mortuoria y romántica novela de Hemingway. Destacar un elemento por encima de los demás es, en cine, hacer un elogio envenenado. Porque se supone que todos se ordenan a la película. Sin embargo elogiar como elemento fundamental de esta película la fotografía de Javier Aguirresarobe -quien tras trabajar con Colomo, Uribe, Medem, Cuerda, Miró, Almodóvar o Amenábar saltó al cine internacional con Forman, Allen, 0 Hillcoat- no supone un elegio envenado, porque es el instrumento fundamental del que se sirve la directora -a partir de la elección de que sea en blanco y negro y formato clásico- para darle el tono visual que, junto a la banda sonora y la cadencia de los movimientos de cámara, logra una perfecta creación a partir del texto, acentuando -se lo permite su origen autobiográfico- la fusión entre el protagonista y Hemingway (muy buena interpretación de Liev Schreiber), y entre ambos y una Venecia tan bella como agónica en la que brilla como única y quizás última luz la presencia de la aristócrata Renata (igualmente buena interpretación de Matilda de Angelis).

Se le puede reprochar un exceso de preciosismo y de verbalismo, así como unos innecesarios insertos en color y gran formato (el horror de la guerra y el sentimiento de culpa del protagonista hubieran sido más eficaces si no se visualizaran). Pero hay que agradecerle resucitar con buen estilo cinematográfico una gran novela quizás olvidada. Y hacerlo, pese a ser una obra de encargo, sin traicionarse y sin traicionar a Hemingway. Escribió Vargas Llosa: "Cuando Borges escribió que los novelistas norteamericanos habían hecho de la brutalidad una virtud literaria, pensaba seguramente en Hemingway. No sólo porque en sus novelas campea la violencia, sino porque tal vez en ningún otro escritor moderno la proeza física, el coraje, la fuerza bruta y el espíritu de destrucción alcanzan una dignidad parecida". Esta penúltima novela de un Hemingway cansado y desencantado le sirve a la directora para mostrar con fidelidad al autor el derrumbe de esa proeza física, ese coraje y esa fuerza bruta mientras el espíritu de destrucción se convierte en autodestrucción.  

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