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Julien Gracq y el genio inagotable

  • 'La Maison', publicada el año pasado en Francia, puede ser el punto final a sus obras completas. Para marzo, esperamos la traducción española en Periférica

Julien Gracq, seudónimo literario de Louis Poirier (Saint-Florent-le-Vieil, Maine-et-Loire, 1910 - Angers, 2007).

Julien Gracq, seudónimo literario de Louis Poirier (Saint-Florent-le-Vieil, Maine-et-Loire, 1910 - Angers, 2007).

Entre los veinte y los veintisiete años, el joven Louis Poirier (1910-2007) –que más tarde sería conocido como Julien Gracq– confesaba una sola pasión: la geografía física, que enseñaría durante toda su vida en un instituto de París. En un ambiente literario tan histriónico como el francés del medio siglo, no se puede concebir nada más triste y, sin embargo, ese muchacho acabará siendo, para muchos, el mejor de los escritores, completamente dedicado a una literatura que con cierta ironía se ha considerado a veces más grande que él. Basta cualquiera de sus fotos a cualquier edad para darse cuenta de que es alguien diferente a todos sus congéneres. Frente a la postura sartreana, el estilazo de Camus o las extravagancias de Breton, una foto de Julien Gracq no nos llamaría la atención si la encontráramos tirada por el suelo en la calle: ni un bigote, ni una pipa, ni un peinado, ni un broche…, Julien Gracq parecía una persona cualquiera. Tanto que con esa forma de no ser nadie en aquella corte, hoy, tiempo después, parece que advertía de lo desnudo que estaba el rey.

La Segunda Guerra Mundial, en la que combatió y fue hecho prisionero, se interpuso en los inicios literarios de Gracq. Su primera novela, Un castillo en Argol (traducida por Mauro Armiño en los años noventa para Siruela), apareció en 1937, a las puertas de la drôle de guerre, en la editorial de José Corti, legendario editor de los surrealistas al que permaneció fiel toda su vida. Relacionado en un principio con surrealistas y comunistas, pronto empezó a dar muestras de un individualismo que lo liberaría de esos yugos pero que no rompería la amistad y el respeto que lo unía a André Breton, con quien llegó a acordar su no ingreso en la cofradía. Siguieron ensayos y poemas, la guerra y la vuelta a la vida, en un silencio propio de él que habría de romperse en 1951, con la publicación de la que hoy se sigue leyendo como su gran novela, Le Rivage des Syrtes (El mar de las Sirtes ha tenido muchas traducciones al español). Se le concedió el premio Goncourt, el más prestigioso de las letras francesas, por casi unanimidad del jurado, pero Gracq, que había avisado en una carta abierta que lo rechazaría, en efecto, no fue a recogerlo. El mar de las Sirtes relata la historia declinante del principado ficticio de Orsenna, que espera, agazapado en la humedad de sus marismas y orillas silenciosas, la llegada del invasor. La inquietante espera de un acontecimiento, que él mismo había vivido en aquella guerra que nunca terminaba de empezar, y un erotismo sugerente y ambiguo serán los temas principales de sus mejores obras.

Cubierta de 'La maison'. Cubierta de 'La maison'.

Cubierta de 'La maison'.

A pesar de su distanciamiento del surrealismo, el propio Breton, a quien dedicó un memorable ensayo, André Breton, quelques aspects de l’écrivain (1948), reconocía en él al único que había sido capaz de mirar atrás y aprovechar las conquistas del movimiento, a las que otros no habían conseguido sobrevivir, para seguir adelante. Hacia el existencialismo, por su parte, y especialmente hacia Sartre, manifestó siempre una irreconciliable hostilidad. Sus grandes obras de ficción –además de las Sirtes, hay que citar Un beau ténébreux (1948) o Un balcon en fôret (1958)– destacan por una espiritualización del paisaje inhóspito, de raíz romántica y surrealista, y este ambiente de inquietante familiaridad con lo desconocido es el que vuelve a aparecer en el relato La Maison, texto inédito recuperado por José Corti el año pasado, y que pronto aparecerá en español gracias a la editorial Periférica, en traducción de Vanesa García Cazorla. La obra de Gracq, a pesar de haber sido elevada a los altares de la Pléiade en 1989, no ha dejado de ofrecer inéditos desde la muerte en 2007 del escritor. Escrita en los últimos cuarenta o primeros cincuenta, La Maison quedó eclipsada tal vez en la voluntad de su autor por el éxito de las Sirtes.

Sus últimos años los dedicó Gracq al ensayo. En 1980 publicó En lisant en écrivant, un largo texto compuesto de iluminadores fragmentos dedicados al oficio de escribir, como había hecho la década anterior en Lettrines. Julien Gracq, que había empezado como Proust a escribir tarde, lo hacía con la misma vacilación del genio que solo se desvelará en A la busca del tiempo perdido. Los manuscritos de ambos están llenos de párrafos eliminados, reescrituras, mil versiones, torpezas que ellos mismos se imputan y que muestran la lucha incesante en que convirtieron sus vidas y el esfuerzo en que se afanaban diariamente. Y ambos, la verdad, empezaron escribiendo mal, tuvieron que buscar la gracia, tuvieron que hacerlo además delante de todo el mundo, y se lamentaron de la suerte otorgada a los otros, a los que habían nacido escritores, a los Balzac, a los Stendhal… Ellos, como Flaubert, aprendieron a escribir, y dejaron una obra en constante diálogo con sus límites y sus miedos.

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