Uno de los grandes escritores del siglo XX fue el gallego Álvaro Cunqueiro, escritor de rigurosa modernidad, cuya soberbia y deslumbrante obra, sin embargo, permanece desconocida, no ya para el europeo cultivado, sino para el lector medio español, que vive al margen de su extraordinaria y viva complejidad, lustrada por la melancolía. Este misterio se hace aún mayor, por cuanto la obra de Cunqueiro posee un fuerte carácter imaginativo, en el que la fantasía y el mito se saludaron con superior inteligencia, y cuya estatura literaria alcanza una rara y deshabitada primacía. ¿Por qué? Por que en el siglo de los grandes crímenes, en el siglo de los sueños como inquieta ulceración freudiana, don Álvaro Cunqueiro y Mora, gallego de Mondoñedo, trajo a las letras algo, acaso, inaceptable: una imaginación feliz y una ensoñación humana, carnal, profunda y memorable.
Como queda claro en el cunqueriano “Epílogo” de Jesús Blázquez, La taberna de Galiana es un proyecto inconcluso, que hoy felizmente llega a las imprentas, gracias al minucioso hilván del editor. Se trata de un libro sobre tabernas soñadas o vividas, sobre lugares donde el ser humano goza de una felicidad ruidosa y confortante. La modernidad que antes señalábamos no se debe, sin embargo, a esta dicha horaciana, cumplida en los atrios y figones de Galicia o Bretaña. Se debe al formato periodístico de su escritura y a un imaginativo uso de la mitología europea, en su doble raíz, pagana y judeocristiana, que alcanza a sus plurales saberes e invenciones gastronómicas, pero también, y de modo principal, a dos de sus predilecciones históricas: el libre peregrinaje de los siglos medios, donde lo maravilloso era el sustrato mismo de lo real, y las felices erudiciones del Setecientos, por el que vemos cruzar al doctor Jonhson en compañía de Boswel, como antes hemos visto a Pepys, a Shakespeare, a Feijóo, a Chaucer, a las ánimas benditas que hacen alto para beber ribeiro, al Arcipreste y a Cervantes, a un Hoffmann jurisperito y a aquel obispo de Mondoñedo, don Gonzalo Arias, que venció a la hueste vikinga con la trémula fuerza de su fe.
Añadamos que en este continuo barajarse de lo sabido y lo soñado, Cunqueiro no ha tenido parigual en su siglo. Y habría que remontarse a dos de sus maestros: Geoffrey de Monmouth y fray Antonio de Guevara, para comprender la extrañeza y la magnitud su alcance.
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