De libros

El triunfo de la voluntad

  • Periférica reúne dos relatos fantásticos de Stevenson, 'Olalla' y 'Markheim'.

Un regalo para Navidad. Robert Louis Stevenson. Trad. Juan Sebastián Cárdenas. Ilust. Tyto Alba. Periférica. Cáceres, 2012. 160 páginas. 16 euros.

Todorov, en su definición de lo fantástico, señala que en dicha literatura "existe siempre la posibilidad formal, exterior, de una explicación simple". De este modo, el lingüista búlgaro acotaba el ámbito de la fantasía, en un sentido estricto, diferenciándola de otras zonas limítrofes: la ciencia-ficción y el género de lo maravilloso. Los dos relatos recogidos en este volumen se incluyen sin dificultad bajo el membrete de lo fantástico. No así El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, publicado un año más tarde, en 1886, y cuya naturaleza oscila entre lo fantasioso y la science-fiction, tan propia del positivismo victoriano. Otro de los requisitos del género exige un escenario normal, un hecho cotidiano, para que emerja eficazmente lo extraño. Y eso es lo que ocurre tanto en Markheim como en Olalla. Bajo la superficie de lo habitual, se abrirá paso una oscuridad impensada.

En Markheim, tal escenario será una tienda de antigüedades, en las últimas horas del día de Navidad. En Olalla es una zona indeterminada de la geografía española (¿Sierra Morena, los altos del Guadarrama, las frías estribaciones de la meseta castellana?), la que da pie a una peculiar historia de vampirismo. En ambos casos será un hecho anodino (la entrada de un cliente en un viejo anticuario, el descanso de un soldado herido en la Guerra de la Independencia), la que ofrezca la posibilidad del misterio. En ambos relatos, la vuelta a la normalidad habrá traído un singular triunfo: el triunfo de la voluntad humana. En Stevenson, más que el dramatismo del paisaje o la épica derivada de una geografía remota, se impone el drama del hombre enfrentado consigo mismo. Jeckyll y Hyde es, en cierto modo, una representación, escindida en dos cuerpos, de esta secular contienda, luego popularizada por Sigmund Freud. Su propia vida -la de Stevenson- es un decoroso ejemplo de esa pugna con el gravamen propio. Aun así, hay una suerte de modernidad, un singular aplomo, que funciona en Stevenson contra la ondulación del siglo. En 1897, Drácula significará el peso del linaje, la oscura volición de los instintos, gravitando sobre la paz burguesa. Y en 1886, un año después de la publicación de Olalla, El Horla de Maupassant traerá un vampirismo hipnótico, una voz interior, poderosa y esquiva, que llama a sus protagonistas a la predación y la sangre. Esta subyugación al orbe instintivo, figurado como un vago susurro de naturaleza onírica, es un lugar común de la literatura fantástica, muy fácil de encontrar en Hoffmann, en Bécquer o en Le Fanu. También en esa categoría romántica que señala la inspiración como un soplo exterior al propio entendimiento. En Stevenson, sin embargo, es un imperativo moral el que finalmente se impone. En Markheim, un hombre encontrará su salvación reconociéndose como asesino; en Olalla, una hermosa mujer escogerá la soledad, la resignada pureza del eremita, para borrar la huella de su propio linaje. La peculiaridad de estos relatos radica, pues, no en un triunfo del Bien asociado a la felicidad; sino en el fracaso del Mal, en la disipación de una amenaza, vinculada al crimen y el infortunio.

Ahí reside, probablemente, la moderna complejidad de Stevenson. Una complejidad que prefigura otro género de nuestros días: el género negro. En Poe, maestro absoluto del relato fantástico, la extinción de una amenaza conlleva la recuperación de la normalidad y el restablecimiento de un orden previo. A la contra, el imperio del mal conducirá a sus protagonistas a la condenación y el oprobio. En Stevenson esto ya no es así; del mal nacerá un bien no exento de amargura. Y del bien habrá nacido un mal, doloroso e imprevisto. El final de Olalla, bajo el aspecto de un cuento gótico tradicional, impone la definitiva separación de unos amantes. La resolución de Markheim, escrito a la manera de un delirio diurno, presenta como salvación, como hecho redimible, la estúpida comisión de un crimen. Lo extraño, lo fantástico, habrá remitido. Y todo, como quiere Todorov, será susceptible de una explicación clara y sencilla. Sin embargo, la normalidad recuperada será una normalidad otra, donde el dolor y el orgullo, la razón y el espanto se habrán dado la mano.

El hecho mismo de que Stevenson haya escogido el vampirismo para representar dicho drama, no hace sino señalar en esta dirección. Todos los vampiros anteriores, desde Goethe, Hoffmann, Polidori, Le Fanu, Gautier, Maupassant, Tolstoi, Féval, etcétera, hasta el vampiro arquetípico de Stoker, son la acuñación, la figura antropomorfa, de fuerzas ingobernables y maléficas. Y sólo el exterminio de esta monstruosidad arqueológica hará posible la recuperación del orden natural de las cosas. No obstante, la dulce, la hermosa Olalla de Stevenson, es a un tiempo el monstruo y su refutación, abrazada a una cruz de piedra. A lo cual debe añadirse otro notable hallazgo: Stevenson, y modernamente Joan Perucho, sitúan al vampiro en España, vieja frontera con el Islam, como la Valaquia de Vlad el Empalador, el áspero caudillo Tepes.

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