EL cierre forzoso de los teatros ha convertido las pantallas en el inevitable y, al cabo, único mecanismo disponible para el acceso a las representaciones escénicas que compañías, salas e instituciones han programado a través del streaming y otras numerosas herramientas virtuales. Lo que convierte a lo inevitable en digno objeto de estudio es la velocidad a la que la estrategia se ha asentado no sólo en lo relativo a la distribución, sino, también a la producción. Y es que cabe distinguir entre dos fenómenos bien distintos a la hora de que el espectador se siente en su sillón a ver una obra de teatro en el televisor o en la tablet: el aficionado tiene a su disposición grabaciones de producciones de teatro y danza a porrillo (este mismo jueves empieza en La 2 un ciclo dedicado al teatro español reciente nada menos que con La ternura, de Alfredo Sanzol) pero, también, propuestas teatrales pensadas para ser disfrutadas así, en la estricta virtualidad, con funciones representadas en pleno confinamiento ante un público que accede en tiempo real a la performance a través de distintas aplicaciones desde casa. En este sentido, el Teatro de la Abadía ha abierto un camino especialmente interesante con su #TeatroConfinado, en el que han podido verse propuestas tan recomendables como la Estación Espacial de Alberto Cortés, Álex Peña y Rosa Romero o Leyendo Lorca de Irene Escolar, representadas en directo para aforos de veinte espectadores a través de la aplicación Zoom. Y aquí luce, claro, la aportación más interesante. Igual que la anterior crisis incorporó el formato microteatro hasta nuestros días, hay que admitir que esta modalidad ha venido para quedarse y perdurará tras el coronavirus. Ahora bien, ¿cabe hablar de teatro o de danza, realmente, en un contexto virtual? Si para que el hecho dramático suceda es necesaria la comparecencia del actor y el público a la vez, ¿qué sucede cuando la conexión entre ellos no es directa, sino sometida a una mediación tecnológica? ¿Habría que inventar otro nombre para este género?
Es paradójico que nos veamos en éstas cuando hace sólo unos meses asistíamos a una apasionada defensa de las artes escénicas como ritual de excepción analógica en una deriva deshumanizada de la experiencia cultural en el streaming. El teatro hay que ir a verlo y esto aporta, parece, cierto bálsamo al espíritu hastiado de pantallas. De entrada, es razonable pensar que el visionado de una función grabada puede entrañar una experiencia cultural, incluso artística, de alto calibre; pero nunca será teatro: funcionará, más bien, como un sucedáneo o una especulación. Otra cosa es si, a pesar de la separación espacial, hay una coincidencia temporal entre el espectador y el intérprete. Convendría partir de una premisa evidente como un axioma que, sin embargo, no está de más recordar: el teatro es la única actividad artística en la que la obra no puede darse en ausencia de público. Cuando se dispone a ver una película, admirar una pintura o leer un libro, el usuario accede a una obra que ha sido terminada previamente, sin su participación. Pero en el teatro y la danza no hay obra si no hay un público reunido para verla. Los ensayos, de hecho, nunca son considerados la obra en sí: la obra teatral sucede a la vez que el público observa, ni antes, ni después. Esta coincidencia no es una particularidad anecdótica, sino que constituye la misma esencia del teatro, por encima incluso de su origen mítico: el arte escénico es un tiempo compartido siempre.
Parecería que la privación de una coincidencia espacial, en una sala, en la calle, en un domicilio particular o donde se quiera, restaría verdad al hecho teatral. Pero también en el teatro, como en la física, el tiempo es más importante que el espacio, porque es el tiempo el que, en la coincidencia de intérprete y espectador, permite a éste convencerse de que la obra teatral está teniendo lugar ante sus ojos y de que él está formando parte del proceso, de que sin él no hay obra, sólo ensayo. De modo que, siempre que se reserve su lugar al público, aunque en la coincidencia temporal habite otro espacio, y por más que su interacción sea posible de manera virtual, podemos hablar de teatro, simple y llanamente. Lo mejor de todo esto es el paisaje que se abre por delante para investigar y explorar la escena a tenor, por ejemplo, de los principios variacionales de la física (tarea que cuenta ya con honorables pioneros dignos del mayor elogio). Traduzcamos, de una vez, To be or no to be como Estar o no estar. De eso se trata.
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