Crítica del Festival de Música y Danza de Granada

Alegato contra la degradación de la naturaleza

  • La Compañía de Blanca Li ha mostrado en ‘Solstice’ su magnético poder coreográfico, lleno de belleza, intensidad y denuncia

Alegato contra la degradación de la naturaleza

Alegato contra la degradación de la naturaleza / Jesús Jiménez Hita (Photographers) (Granada)

Al igual que ocurre con el reducido capítulo sinfónico –en el que sin embargo destaca la presencia residencial del joven director finlandés Klaus Mäkelä-, el de danza se aleja de la diversidad estelar de la historia del Festival. Tras Le Songe -donde el talento de Maillot salvó a un mediocre conjunto- Blanca Li redimió este capítulo esencial gracias a poner su magnético poder coreográfico en Solstice, un bello y dramático espectáculo sobre la relación de los seres humanos y la naturaleza, desde que el mundo es mundo, en el que combina la danza contemporánea de calidad, los efectos visuales y la crucial música rítmica o ritual, de Tao Gutiérrez. Un espectáculo, en fin, convertido en un alegato contra la degradación de la naturaleza, en la que el ser humano es, al mismo tiempo, culpable y víctima. Su visión moderna de utilizar el cuerpo como elemento expresivo y dramático -que tanta conexión tiene con las ideas de Martha Graham y Maurice Béjart- supera el concepto superficial de la danza como grandielocuencia y virtuosismo –aunque tengan la mejor música escrita para esos ballets-, para buscar un mensaje más personalizado y actual , como es, hoy, el enfrentamiento del ser humano con la naturaleza enferma, de la que estamos sufriendo ya no pocas consecuencias.

Con una idea rompedora y alucinante de jugar todos los factores de un espectáculo total, sobre la calidad de un reducido grupo de bailarines -12 y el músico Bachir Sanogo-, con una música de percusión, donde los golpes son de la misma naturaleza enfurecida, y con sones instrumentales orientales y primitivos, sumerge al espectador en la calidez de esa naturaleza de la que gozamos, nos alimentamos, quitamos nuestra sed y, a veces, nos arrastra y sacude. Ahí está la bellísima y genial coreografía del viento arrastrando a los seres humanos, llevando en el escenario los velos impulsados por un Eolo enfurecido, como dirían en la Grecia de los dioses. O el fragor del mar destructor, la tormenta, los cielos amenazantes de esa nube movible del escenario.

El agua como ritmo vital -música hecha con el agua misma- y toda una sucesión de secuencias, donde no falta la música hindú, los iniciales comienzos en forma de danza tribal para desembocar en una apoteosis rítmica auténticamente brutal, de más de quince minutos, en cuanto a mantenimiento de la tensión y esfuerzo de los bailarines, como del percusionista y todos los sonidos y ruidos puestos en liza para envolver esta atmósfera aplastante, como una conmoción telúrica o una explosión de la naturaleza. Que los danzantes lleven mascarillas –la coreografía está realizada antes de la pandemia- puede padecer premonitoria, cuando, en verdad, la coreógrafa pensaba sólo en los peligros de una atmósfera enrarecida, pero que cobra, hoy, patético dramatismo. Porque, al fin y al cabo, enfermedades, pandemias y autodestrucciones del ser humano es un alegato de enorme actualidad, con esa espada siniestra que llamamos simplemente cambio climático, cuando puede ser nuestra tragedia, más o menos cercana.

Un logro más que añadir a los ya comentados de la internacional granadina Blanca Li, a la música percutiva y llena de fuerza de Teo Gutiérrez y a todos los elementos técnicos puestos en juego para un espectáculo de vital denuncia, sin olvidar el merecido aplauso a la calidad extraordinaria de bailarines y bailarinas con auténtica categoría de solistas de primer nivel. Todo un conjunto de vibraciones de alto rango para una noche donde celebramos un Solsticio alejados de cualquier atisbo de mediocridad o intrascendencia.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios